El Alambique
Belén Domínguez
Ingenuidad
Voy a la playa cuando está solitaria y están mudos los chiringos con su tan cansino africano. Y mirando la lejanía, allá una línea recta infinita en la que se juntan cielo y mar. Me acuerdo de aquel poema de Carolina Coronado: Aquí estoy sentado en la orilla, desierta miro la extensión marina/ te llamo sin cesar con tu bocina / y no apareces a calmar mi penas/ Llega a mis pies la espuma de la ola y huye otra vez con la esperanza mía.
Y me acuerdo de tantos seres humanos que allá en la lejanía pasan hambre y sed olvidados del mundo rico, que ni se enteran en su abundancia. Me acuerdo de cómo el fantasma de Trump y Putin se juegan a las cartas el mundo entero. Y me acuerdo de cómo mueren en Gaza seres inocentes sin el menor remordimiento de sus vecinos. Y me acuerdo de Ucrania, como si en España, Francia cogiera, porque le da la gana, un trozo de Navarra, por ejemplo, porque allí entendieran y hablaran también el idioma francés. Y encima dicen desde Moscú que “no es posible que no se tengan en cuenta los intereses rusos en aquel terreno. Es de locos que priven los intereses del invasor antes que los lógicos y naturales de los que allí siempre han vivido y viven.
Llega a mis pies la espuma de la ola y huye otra vez cual la esperanza mía. Las olas se llevan las algas, esconden los grandes peces en sus profundidades y su espuma se pierde en la lejanía del infinito. Y pienso que todos tenemos pesares y nostalgias y, por mucho llamar con la bocina, “no aparecen a calmar sus penas”.
Sentado en la arena en la soledad, cuando todavía no ha inundado la muchedumbre la playa, se siente que tus atormentados pensamientos son escuchados por las olas. Pero también ellas carecen de corazón y no les duele (repito) el hambre y la sed, por ejemplo, que sufren y padecen allá lejos miles de niños y adultos en las otras orillas del lejano africano.
En éstas estamos cuando (ustedes no lo creerán, pero es verdad) que de pronto encontré una pequeña ánfora entre la arena. Pensé y sin parar en mente la froté y –¡oh, milagro!– apareció el Genio del cuento. “¿Qué quieres, mi amo?”, me preguntó. “Pues un puente que desde aquí me lleve hasta la lejana tierra de África, esa que se ve tras la niebla”. “Mi amo –me respondió– mucho hierro, mucha baranda; pídeme otra cosa”. “Pues quita la amargura a la mujer que han dejado sola. Llena de monedas al que tristemente pide en las esquinas. Da compañía al anciano que no le quieren y le abandonan hasta sus nietos”. Y así le pedí muchas cosas que me prometió hacer en lo posible.
P.D. Perdonen ustedes que mi imaginación esté disparada. Pero es verdad que, sentado en la arena en hora temprana, llegaba a mis pies la espuma de la ola y se huía cual la esperanza mía.
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