Calle Real
Enrique Montiel
Una mentira tras otra
Veníamos de la diáfana zona de confort de la casa de vecinos, de la mesa común donde, después de la merienda y la tarea, esparcíamos, reunidos, los Juegos Reunidos Geyper. Nunca hemos sido más que cuando éramos niños y jugábamos juntos. Pero crecíamos, afortunadamente, y lo de fuera empezó a ganarle terreno a lo de dentro. Mi tío Ángel, un chico yeyé con Vespa, fue mi primer cicerone. Se pasaba a veces por casa y me llevaba de paquete a explorar el barrio alto, como Marcelo Mastroianni exploraba Roma con Anita Ekberg detrás, en La dolce vita.
Una mañana de verano entré con él por primera vez en los futbolines de El Pato. El Pato era el apodo de Luis Cuéllar, el encargado del local, que estaba ubicado en la calle Palacios. Me impresionaron los rostros adustos de aquellos jugones, la niebla espesa del humo del tabaco cegándonos los ojos. La estampa parecía un western de los que ponían en la tele los sábados por la tarde. Un territorio comanche que evocaba la conquista de un espacio lúdico, ya a la intemperie, abierto a los peligros del mundo. Un espacio de recreo cercano y cercado por mesas de ping pong, billares, futbolines, máquinas de flippers… Allí, como en el lejano Oeste, también había héroes y antihéroes que vagaban a diario por aquel local sin un rumbo fijo, sin un destino definido, jugando y viendo jugar a los otros mientras hablaban, fanfarroneaban y fumaban compulsivamente. Jóvenes sobradamente maleados que guardaban el taco de billar con un candado y llevaban el paquete de Ducados o de Fortuna en la manga de la camisa arremangada.
Algunos años después, en la casa de la barriada nueva, Francisco Dueñas Piñero en los papeles, el Distrito 21 en las papelinas, un cartero barbudo que parecía el hermano gemelo de Sánchez Barrios, un extremo izquierdo del Madrid de la época, montó otro futbolín. Aún lo puedo ver vigilándonos desde la caja, para que no hiciéramos trampas taponando los agujeros de las porterías. No era este el western clásico de El Pato, sino una película crepuscular de perdedores que disparaban contra sí mismos, cabalgando a lomos de un caballo desbocado llamado Muerte. La voz nasal y sumisa pidiendo para un bocadillo, perdone las molestias. La mirada perdida que lindaba con el abismo. La delgadez de campo de concentración. De los yonquis ilustres que murieron pronto se ha escrito mucho, pero de los de los barrios obreros apenas nada.
Allí, en el futbolín del cartero, estaba entonces el centro del tablero del juego y de la vida, muy lejos de la zona de confort de la infancia. Por la ventana del cuarto de atrás se asomaba, luminoso, el Paraíso Terrenal de las dunas de San Antón y la playa de La Puntilla. Y el porvenir, que para muchos no vino nunca.
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