Funerales

Siguiendo el funeral por las víctimas de la DANA -además de sentir dolor, indignación, de admirar a quienes ante el drama saben levantarse, además de todo eso- me dio por pensar en lo difícil que es morirse laicamente en este país.

Casi medio siglo después de que nos pusiéramos de acuerdo en que vivimos en un Estado aconfesional en el que cada uno puede creer (o no) en lo que quiera, sigue siendo casi imposible escapar a la inercia cristiana. De ahí que muchos comentaristas destacaran el carácter laico del evento, con un museo como escenario y conducido por una periodista, muy alejado de otros homenajes a víctimas de tragedias nacionales. Me pareció una muestra de respeto a quienes, como yo, no nos sentimos llamados por la fe.

Cambiar las costumbres en estas ceremonias ha llevado tiempo, pero más vale tarde que nunca. Lo que me sorprende es que incluso en los actos privados haya que batallar aún para lograr una despedida como deseamos.

Por defecto, los funerales son religiosos, concretamente, católicos. El modelo de recordatorio que propone la funeraria viene con una cruz; la esquela básica menciona que la persona ha fallecido “cristianamente”; y la mayoría de ataúdes traen su crucifijo. Para despedir al difunto, el tanatorio de El Puerto ofrece en su web un “oratorio multiconfesional”, pero quien haya estado sabe que es una capilla en toda regla, muy amplia y luminosa, pero con altar y un crucifijo presidiendo la sala. Me pregunto cómo adaptarán el espacio para otros ritos, y si quienes no profesamos ningún culto y no vamos a orar tenemos que buscarnos otro rincón.

No digo que sea obligatorio morirse con misa, pero hay que estar muy encima y preocuparse para que no se escape ningún detalle, justo en un momento en que no se está para minucias.

Habrá quien me diga puntillosa, quien me reproche que total, si no creo en nada, qué más me dan los símbolos. Y lo dirán, justo, quienes pondrían el grito en el cielo si su despedida la oficiara un imán o su esquela incluyera una estrella de David.