El parqué
Continúan los máximos
Soy española desde hace poco más de dos años. En cuanto me mudé a Francia, supe que mi identidad, aquí, está ligada a mis orígenes, por mucho que yo nunca me ha haya considerado nacionalista. Es lo segundo que menciono, junto a mi nombre, cuando me presento: “Hola, soy Libertad, soy española”.
Andaluza me hice antes, cuando con 18 años me fui a Madrid a cursar mis estudios. Yo, que no soy muy de contar chistes ni de tocar las palmas, me convertí en la andaluza del grupo. En realidad éramos dos en clase, el de Huelva y yo. Nada que ver, pero allí era como si viniéramos del mismo pueblo.
Aunque los nacionalistas -vengan de donde vengan- crean tener una definición clara, lo cierto es que la identidad es maleable y solo se construye por oposición.
Aquí, lejos de mis orígenes y rodeada de franceses, enseguida soy una más del club si enfrente está, por ejemplo, un colega británico. Esa gente que habla un idioma que no viene del latín y que considera alta cocina al pescado empanado con patatas fritas nada tiene que ver con los europeos mediterráneos, pensamos. Y todos, incluidos los ingleses, hablamos de “nosotros” cuando “ellos” vienen de Estados Unidos. Eso sí, en un grupo de europeos, americanos y asiáticos, está claro que los occidentales jugamos en el mismo equipo.
En mi entorno laboral de ahora estas mezclas de nacionalidades son habituales, por lo que me paso el día cambiando de traje, a ratos española, a ratos europea, a ratos de Cádiz.
En mi anterior vida de periodista provincial, mis colegas eran menos exóticos. Sorprendentemente, las situaciones no eran tan diferentes: el foco de la identidad se puede ampliar o reducir tanto como queramos.
Cuando aún trabajaba en Cádiz (capital), un compañero, gadita de pura cepa, me preguntó cómo éramos los de El Puerto. Como no supe qué contestarle -porque para mi ser portuense es la norma- lo único que logré es compararme con los de Cádiz. Encontré entre él y yo, criados a menos de 20 kilómetros, diferencias irreconciliables.
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