Elogio del acomodador

11 de julio 2025 - 07:00

Ya no quedan acomodadores, uno de los muchos oficios difuntos que se perdieron en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Hablo del gremio de trabajadores de los cines, que fueron desplazados por esas luces mortecinas que alumbran ahora los laterales de los pasillos de los multicines. Disculpen la nostalgia, pero un cine se parece a un multicine lo que un buen puchero a una sopa de sobre.

Mis recuerdos más antiguos me llevan a la función infantil de los domingos en el Teatro Principal. Aquellos hombres uniformados con chaquetas largas y oscuras, abotonadas hasta arriba, como un baby de mayores, desempeñaban sobre todo tareas de niñeros, afanándose en ajustar las emociones de la chavalería enardecida. La mayoría eran pluriempleados que buscaban un sobresueldo los fines de semana, lo que llevaba consigo trabajar todos los días, contraviniendo la recomendación del Altísimo de descansar el séptimo.

Al acomodador casi nunca le veíamos la cara. Su hábitat era el mismo que el de nuestros miedos nocturnos: la oscuridad. Escuchábamos el sonido de apertura de la puerta y poco después lo veíamos escoltando a los espectadores rezagados. Era una voz que susurraba en medio del pasillo, unos pasos que iban y venían, la luz de una linterna que a veces nos cegaba cuando descubría que el alborotador de nuestra fila tenía ya de los nervios hasta al imperturbable John Wayne.

Ya en la adolescencia, descartada la posibilidad de que me fichara el Atlético de Madrid, pensé que trabajar en un cine era una buena alternativa. Por varias razones. No tendría que madrugar como madrugaba el Chato Guarigua para vender sus semitas. Podría ver de cerca las piernas de Laura Antonelli. Y la más importante: que te pagaran por ver películas (como a mi compañero de clase Carlos Catalá, que las proyectaba en el Cine Macario), mientras paseabas por el Central Park o el Amazonas, o alternabas con Marlon Brando, Meryl Streep o Paco Rabal, no era trabajar.

Siempre he pensado que el oficio de acomodador se proyecta, más allá de los confines del cine, a otros espacios más íntimos de la existencia. Alguien que nos ilumina en medio de la oscuridad, nos acompaña hasta nuestro asiento y nos convence de que ese es, en ese momento, nuestro mejor lugar en el mundo. Si cerramos los ojos, somos capaces de reconocer en los callejones sombríos de los días malos a quienes nos orientan cuando andamos perdidos. Ellos no lo saben, pero trabajan para el servicio secreto de nuestro Ángel de la Guarda, ese acomodador celestial que no nos desampara ni de noche ni de día.

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