Manolo Morillo
La bandera como coartada
En el verano de 1972, en una casa portuense del barrio alto, un niño contempla embobado, ante un viejo General Eléctrica Española, la final de atletismo de los 800 metros lisos de las Olimpiadas de Múnich. Un estadounidense, tocado con una gorra, lucha desde el principio por no quedar descolgado. En la última vuelta remonta y gana la prueba. Después de la carrera, el niño coge la gorra azul de los chapuces de su padre y se enfunda una camiseta interior de tirantes. Se pone a galopar por el largo corredor: del portón de la entrada al escalón del patio y viceversa. Cuando le parece, esprinta, adelanta a todos los competidores imaginarios y levanta las manos celebrando la victoria. Dave Wottle, el atleta norteamericano que ganó aquella medalla de oro, no lo sabrá nunca. Pero aquella tarde, su majestuoso aleteo en la pista de Múnich desencadenó el Efecto Mariposa en el convulso corazón de un chiquillo de El Puerto.
Recuerda que en la adolescencia salía avergonzado de casa a correr, evitando cruzar la plazoleta de su nuevo barrio para que los quinquis más peligrosos no se rieran de él. Un domingo que se levanta muy temprano pasa trotando por arriba del chiringuito de la Calita. Los últimos noctámbulos empiezan a señalarlo haciendo eses. ¡Vicioso, degenerado, drogata!, gritan exaltados. El mundo al revés. Aunque alguna razón tenían. Él es también un enganchao: a las endorfinas, a la dopamina, a la serotonina. Un año, corriendo la popular de nuestra ciudad, sufrió una pájara espantosa subiendo la calle Ganado. No se encontraba el pulso y se acordó de aquella frase del escritor DeLillo: “Correr me ayuda a sacudirme de un mundo y a entrar en otro”. El Más Allá estaba a dos pasos, en la calle Santa Clara, y le aterrorizó la idea de que lo cogiera el Carrurra tan pronto.
No ha dejado de correr aquel niño desde entonces. Corre como los de Carros de fuego, como Dustin Hoffman en Marathon Man, con la tozudez inquebrantable y la inefable alegría de Tom Hanks en Forest Gump. Corre solo, a la caída de la tarde, al aire libre, casi siempre con música. Corre para no llegar a ninguna parte. Corre para mejorar los caminos, como si estuviera bordando con sus pisadas un tapiz infinito. Corre para activar la imaginación y la memoria. Corre porque correr es también un ejercicio narrativo del que muchas veces salen estos artículos de opinión. Corre para ejercitar la resiliencia de aguantar lo que no se aguanta. Corre para poder aguantarse.
A día de hoy sigue calzándose las zapatillas. No le importa apresurarse cada vez más despacio. Tener la sensación de avanzar marcha atrás, a un trote cochinero. Correr es irse lejos para estar lo más cerca posible de los demás y de uno mismo. Tal vez a aquella casa de vecinos de la calle San Sebastián. Con el propósito de reencontrarse con el niño que, como el americano de la gorra, luchó aquella tarde de verano de 1972, y todas las que han venido después, para no quedarse solo y descolgado.
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