Mi clase

El Alambique

11 de abril 2025 - 07:00

Treinta y cinco años después, los veteranos de la clase C del Colegio San Luis Gonzaga (promoción 82–90 de la EGB, la última de solo varones ) volvimos a pisar esos pasillos donde se forjaron más de mil días de aprendizaje, juegos y episodios inolvidables. El pasado sábado, tras meses de trabajo y con la extraordinaria colaboración del Centro, nos reunimos en nuestro querido Colegio. La jornada arrancó en la iglesia, donde se celebró una eucaristía cargada de emoción. Se rindió un sentido homenaje a nuestro querido Alfonso Peralta, el único compañero que ya no está, cuyo retrato estuvo presente mientras su hermana acompañaba cada abrazo y lágrima compartida. Alfonso nos acompañó, en espíritu y en imagen, durante todo el día .

En la entrada –la misma que recorríamos en nuestra infancia– se desataron los primeros abrazos y recordatorios de aquellos días. Tras una cálida acogida por la dirección del centro, encarnada en Rosario Rosety (subdirectora ) y Mauricio Martínez (director gerente ), visitamos el Museo de Ciencias de la mano de la señorita Isabel López y recorrimos los pasillos que nos vieron crecer. Así, llegamos a nuestra antigua aula de Octavo de EGB, donde el reencuentro alcanzó su punto álgido. Allí, los actuales alumnos dejaron mensajes en la pizarra y cartas personalizadas; al son de la banda sonora 'Un Perrito que huyó' se exhibieron cálidos vídeos en los que la señorita MariTere –quien nos enseñó a “abrir los oídos para aprender” en primero y segundo– y Don Telesforo –quien, con "su regla mágica voladora”, marcó el compás en tercero, cuarto y quinto– evocaban, con humor y ternura, la esencia de aquellos años.

El instante que nos transportó al pasado ocurrió en el aula: 35 años después, al vernos sentados en esos viejos pupitres, el silencio fue absoluto. De pronto, la puerta se abrió y apareció Don Manuel Sierra, nuestro entrañable profesor de la última etapa, cuya entrada cojeante fue recibida con un estruendoso aplauso que rompió el silencio, iniciando nuestro viaje en el tiempo. Sentado en el mismo escritorio de antaño, comenzó a pasar lista, invitándonos, uno a uno, a relatar qué fue de nuestras vidas. En ese preciso momento, cada testimonio –ya fuera la historia de quien se convirtió en abuelo, la de quien alcanzó logros sorprendentes o la de quien forjó su camino con esfuerzo y humildad– se convirtió en un vibrante recordatorio de la inquebrantable conexión forjada en aquellas aulas.

La jornada siguió recorriendo patios y campos, escenarios llenos de recreos, canchas y hasta un inesperado encierro que nos arrancó carcajadas, evocando viejas travesuras. La despedida oficial tuvo lugar en el salón de actos, donde un emotivo discurso de agradecimiento y la entrega de botellas de Vino Fino, con etiquetas conmemorativas personalizadas, sellaron el reencuentro en un brindis final en el emblemático patio de arcos.

Este reencuentro no fue solo una fiesta de recuerdos; fue una oportunidad para tomar conciencia de lo que realmente importa en la vida. Al volver a sentarnos en nuestros pupitres, entendimos que los primeros años de un niño son sagrados: ahí se gesta la autoestima, la mirada hacia el otro, el sentido del deber y la posibilidad de soñar. En esos pasillos aprendimos que cada historia cuenta, que la vida no es una competición de logros, sino una suma de trayectorias diversas, todas valiosas. Que el esfuerzo académico importa, pero también la bondad, el respeto y la camaradería. Que los profesores no solo enseñan asignaturas: siembran valores, marcan destinos, y en colegios como el nuestro –con alma jesuita– forman ciudadanos con conciencia y compasión. Hoy más que nunca, entendemos que reconciliarse con la propia infancia no solo sana heridas: también dignifica el presente. Ojalá esta experiencia sirva para recordar a todos que ningún encuentro con quienes fuimos es inútil, y que toda escuela debería aspirar a dejar una huella que trascienda lo académico. Porque al final, lo que sobrevive no es el boletín de notas, sino el eco de una clase inolvidable.

Gracias a los Jesuitas por haberlo hecho posible.

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