Análisis

Tacho Rufino

Vacuna o muerte

España ostenta un peligroso 73% de economía terciaria; es perentorio conseguir un nivel rápido de vacunación masivaNuestra estructura económica está sobreexpuesta a los daños de la pandemia

La vacunación masiva es la base de cualquier forma de recuperación económica; no hay otra. Es un imperativo zoológico, una obligación para la supervivencia de la colectividad. Sin salud pública, o sea, sin seguridad en la actividad productiva, no habrá nada sino muerte y marasmo económico. Un político con competencias sanitarias, atribulado, dijo que no le gustaba vacunarse, aunque, por su edad, le inocularían en su día no sólo la triplevírica, sino que tendrá alguna cicatriz en el hombro que le recuerda que su salud está supeditada a la higiene pública: la polio, la viruela, la peste otrora. Una amiga funcionaria se enardecía, rebelde y esgrimiendo una libertad individual que le reconoce la ley, y con rotundidad declaraba que no pensaba vacunarse, porque no se fiaba de que un pinchazo de un plasma poco testado acabara dañando su salud. Pero ni ella, ni usted o yo, puede oponerse a un remedio frente al que no hay alternativa razonable para imponer el bien superior: debemos dejar de contagiarnos, de atorar el embudo de la sanidad pública. La vacuna -las vacunas desarrolladas por quienes desarrollan estos remedios, o sea, los laboratorios- debe ser obligatoria. Nos guste más o menos. Entre el teatro narcisista de quienes en las calles con capuchas de sudadera emponzoñan la verdadera prioridad, o sea, la gestión de la mortandad brutal, y la obligación de la autoridad de aplicar un torniquete a la sangría de vidas y de empresas y relaciones de intercambio y mantenimiento de las coberturas públicas, hay una distancia que no es otra que la que hay entre la vida y la muerte. Entre el futuro y la parálisis. Benditas -urgentes- sean las vacunas y la capacidad de un territorio de alcanzar la llamada inmunidad de rebaño, porque rebaño somos aunque nos creamos únicos en nuestra vanidad de individuos. Quien, en su derecho, se oponga a vacunarse contra el coronavirus, perderá otros derechos: a trabajar con quienes sí aceptaron su obligación social de inmunizarse teniendo la posibilidad de hacerlo, a viajar por el aire, a alojarse, a ir al gimnasio o, sencillamente, cabe repetir, a ejercer un trabajo en interacción con otros. Efectos secundarios tiene la vida, parece que ha sido así a lo largo de la historia de los humanos.

Las empresas y el tejido económico suelen premiar en las crisis a aquellos que son más adaptativos o, dicho de otra forma, quienes son menos vulnerables. Ante un golpe cíclico o, como es el caso, biológico y pandémico, el sector servicios protege mucho menos a los territorios que la industria o las economías básicas, con la agricultura como ejemplo esencial. Igual que en la crisis financiera y de deuda que estalló en el mundo occidental en 2008 los países -Alemania, la campeona- más industrializados soportaron mejor la recesión, en esta nueva bofetada histórica los países cuya estructura económica es en esencia terciaria sufren más. El turismo, la hostelería y el ocio están en entredicho, y compelidos a redefinirse. De los casi tres millones de empresas que hay en España (datos del INE de diciembre de 2020), el 73% se encuadra en servicios, un 11% en construcción y otro 11% agricultura... mientras que la industria nacional no alcanza el 7% de toda la economía. La industria alemana es casi el 30% del PIB. Si aceptamos que el sector servicios es el más expuesto al embate de la nueva recesión -tan cercana en el tiempo a la anterior-, lo llevamos claro si no recuperamos la actividad comercial, financiera, educativa, sanitaria, ¡turística! La vacuna no sólo nos protege del contagio y la muerte, sino que es urgente para que la deuda pública nacional no mate cualquier expectativa. Cualquier futuro para nuestros hijos. Y el de quienes no los tienen.

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