Balas de plata
Montiel de Arnáiz
Ruinas y vaivenes
Empecé a escribir esta columna y la dejé. Estaba un poco apagada, apabullada por estos días que tienen bastante de exceso, por encima incluso del exceso que acarrean normalmente estas fechas. El preludio de la Navidad empieza a sonar demasiado pronto, llego extenuada, desgastada en los previos. Publicidad, compras, comidas de empresas por todas partes, aglomeraciones, promesas en forma de lotería... Demasiados estímulos. Exceso de luz, de guirnaldas, de rojo y dorado en cada esquina. Me aturde un poco esta forma externa de festejar, me distancio y me veo a mí misma un poco rara, arisca incluso por no compartir el entusiasmo de quienes se desplazan, por ejemplo, para ver la iluminación navideña con la que nos regalan los ayuntamientos, desbocados en una competición de quién ilumina más y mejor.
Pero hoy hace un día tan limpio y luminoso que me recoloco sabiendo que hay una manera personal de vivir las fiestas. Me sitúo y conforto pensando en ella, a pesar de lo difícil que es a veces refugiarse del ruido externo, de las noticias dolorosas de un mundo cruel. Así que he retomado el texto, la última columna del año, y la he desviado del mensaje cenizo que contenía para acabar con este otro que espero que llegue cargado con todos mis deseos de paz y esperanza para el futuro. Es verdad que el mundo no va tan bien como desearíamos, pero también lo es que en nuestro entorno, podemos tener un reducto donde sentirnos felices y a salvo. Ojalá podamos ampliar ese refugio y gozar plenamente de él.
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