
El Alambique
María González Forte
Vulnerabilidad
el poliedro
Es elegante, viste chinos y camisa Oxford; en invierno pasea de su casa a la cafetería y vuelta con un chambergo encerado. Calza buenos zapatos de cordón y suela de goma, y aunque esté nublado siempre lleva un gorro de pescador –que los ingleses llaman sombrero cubo–. Su melena sesentera, blanca, fina y ya sólo trasera, aunque le cubre toda la nuca, debe de acompañarle desde antes de acabar arquitectura y mucho antes de tener a unos hijos que van a visitarlo con regularidad, a veces con sus propios hijos, nietos de él. Salvo esos ratos, siempre va solo, fiel al establecimiento hasta el que se desplaza una vez a mediodía y otra al caer la tarde. No suele hablar con nadie, aunque devuelve el saludo con un sencillo gesto de cortesía y un levísimo ademán de sus huesudas manos. Por algún motivo que se nos escapa, suele preguntar a diario “¿he pagado?” después de haber pagado, aunque cuando intercambias dos palabras con él no se percibe atisbo de demencia. Es un hombre solitario, y no parece ello pesarle ni un miligramo. Su presencia es entrañable, pero distante: nunca le he observado un afán siquiera remoto por socializar. Despide paz. Suele leer el periódico en papel, y creo que nunca le he visto manejar un teléfono móvil.
Resulta ya un cliché: “La soledad deseada puede ser bonita; la obligada, no”. Sucede esto que desde que la soledad es uno de los males de la sociedad de masas y el entorno urbano. O eso nos dicen, y ya entra en los programas políticos como una enfermedad, un subproducto “marginal” de, por ejemplo, la creciente edad provecta en sociedades desarrolladas que, tanto como desarrolladas, o más, son viejas a ojo de pirámide de población (que de pirámides o triángulos tienen mucho menos que de botijo tripón: pocos niños, muchos maduros, cada vez viejos más longevos). Pero no sólo de edad y sus efectos –la viudedad, por ejemplo– está hecha la soledad: también parte de la gente joven se siente azotada por el sentimiento de soledad, precisamente cuando más interconectada está, de forma constante, en muchos casos esclavizante y adictiva. El móvil y las redes sociales, las páginas de citas y hasta el teletrabajo son detonantes de una insondable soledad desde la adolescencia, un paradójico mal contemporáneo: jóvenes con cientos de contactos que cada día se sienten profundamente a solas... sin desear lo más mínimo los beneficios que para el alma comenzaron a atribuir a la soledad los poetas románticos (pueden encontrar en Desventajas y beneficios de la soledad de The Economist un preciso panorama de la historia de este sentimiento). En cualquier caso, es un asunto digno de ser considerado por la política social, y por tanto la económica, médica y asistencial. También es un problema emergente el absentismo y las bajas laborales de quienes sienten tristeza por no saber, o no poder, soportar estar sin compañía.
Un amigo suele decir que “nadie que no sepa con frecuencia estar conforme y sereno a solas podrá hacer gozar a nadie de su compañía a un cierto plazo”. Los meridionales damos mucho valor a la juntiña, y pasamos por ser los grandes maestros de la fiesta en multitud. Tan es así que, y permitan la intimidad, hace poco una vecina me echaba en cara que llegara a una terraza y me sentara solo. Llegó tan lejos como espetarme “eres un prepotente”, palabra que creo que implica sentimiento de superioridad, pero sí sé que no es nada bueno para espetárselo a un paisano a bocajarro –el jarro contaba–. Se puede ser solitario por vocación, y no por traumas de la infancia ni desgracias que tarde o temprano la vida te presenta sin compasión. No todos somos Eleanor Rigby (todas las canciones de Los Beatles están traducidas en internet, pero recuerdo el estribillo de esa: “Ahhh, mira a la gente solitaria”).
También te puede interesar
El Alambique
María González Forte
Vulnerabilidad
El Alambique
Pepe Mendoza
Las letras al sol
Tribuna económica
Carmen Pérez
El BCE en Jueves Santo
El parqué
Jornada de caídas