Últimamente he tenido que viajar bastante. En tres semanas he cogido seis vuelos. Todos estaban pilotados por hombres. Es un oficio de prestigio, para el que se presuponen altos conocimientos y habilidades y, pese a la deriva a la baja desde la fiebre de las low costs, históricamente bien pagado. Por eso, el que una abrumadora mayoría de puestos esté copado por hombres es, mal que me pese, nada sorprendente. Que los terrenos se van ganando poco a poco, que es difícil animar a las niñas a escoger una profesión para la que no tienen referentes, que hasta hace nada era impensable que una mujer se sentara en la cabina de un avión… todos esos contraargumentos ya me los sé antes de que nadie me los repita. Y, lo siento, pasados más de 20 años del siglo XXI, empiezan a estar caducos.

En esos seis vuelos, además de los pilotos, claro, estaba el personal de cabina. Y de los seis trayectos, cuatro de ellos tenían como sobrecargo principal, al frente del resto del equipo, a un hombre. Cuatro de seis. El resto de auxiliares de vuelo eran, en su mayoría, mujeres. ¿Cómo es posible? ¿Cómo lo han logrado? Un oficio que nació ya feminizado, que ha estado incluso sexualizado, en el que hasta hace poco cualquier hombre que ingresara era motivo de burla (de la casposa, de la machista y homófoba). Y de la noche a la mañana, los hombres han llegado, se han hecho un sitio y, ¡magia!: ¡Ya están mandando! Que me lo expliquen.

Por supuesto, todo mi respeto a los hombres que han elegido la profesión de sobrecargo (ojo, que nos hemos inventado una palabra para ellos porque lo de ‘azafato’ sonaba a poca cosa y quitaba prestigio, ¿o no? Por el contrario, cuando una mujer accede a un oficio copado por hombres tenemos que luchar para que nos reconozcan el mismo término en femenino, porque sabemos que cualquier otro que se creara supondría una bajada de nivel). Simplemente quiero que nos cuenten el truco. Cómo se hace para darle la vuelta a la situación en menos de una década, cuando nosotras llevamos siglos para arañar las migajas.

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