Cómics
Repoker de miedos
Centenario de Luis Martín-Santos
En realidad, la de Luis Martín-Santos (1924-1964) es una triple conmemoración. Mañana se cumple el centenario de su nacimiento en Larache el 11 de noviembre de 1924, cuando formaba parte del Protectorado Español, aunque su lugar de crianza vital y literaria sería San Sebastián. Comparte día de nacimiento con Dostoievski (1821-1881) y con Caballero Bonald (1926-2021). Se han cumplido sesenta años de su muerte en accidente de tráfico. Conducía el coche el 21 de enero de 1964 en el que con su padre viajaba de Madrid a San Sebastián. Tan sartriano como era, falleció por una fatalidad automovilística idéntica a la de Albert Camus. Y también se cumplen 75 años de la acción en la que transcurre (año 1949) la lóbrega y sombría trama, trufada sin embargo de hallazgos luminosos, de Tiempo de silencio, una novela que es mucho más que un epígono provinciano del Ulises de Joyce, como dice Francisco Umbral en su Diccionario de Literatura.
No deja de ser una curiosa metáfora que el mismo año coincidan la conmemoración de un nacimiento con la de la muerte del escritor que no llegó a cumplir los 40 años. Porque su novela-matriz, aparecida en Biblioteca Formentor, de Seix Barral, en 1961, es el símbolo de la muerte de un tipo de literatura y el surgimiento de una nueva narrativa en la que el realismo más descarnado se mezcla con una especie de psicodelia científica y un costumbrismo que nos ha legado unas imágenes de indudable valor sociológico e incluso publicitario en un viaje barojiano de los laboratorios a los suburbios.
Junto a términos de una enjundia científica casi intraducibles, que no dejan de tener un cierto aire paródico de la jerga de los galenos, hay estampas de la vida cotidiana. En Tiempo de silencio está el Anís del Mono, la mantequilla Arias, los ceniceros de Cinzano (los he vuelto a ver en la portada del libro de David Fernández-Viagas Me acuerdo), la cerveza Mahou, los electricistas de la Standard o los vendedores callejeros del boletín Goleada con los resultados de la jornada de fútbol.
El decorado es el rey de Suecia entregándole el Nobel de Medicina a Ramón y Cajal
Dice Umbral que Tiempo de silencio es poco menos que un epígono del Ulises de Joyce, como también lo serían Paradiso, del cubano Lezama Lima, o Palinuro de México, de Fernando del Paso. Lo que sí hay de verosímil en esa analogía es el deambular del protagonista, como un émulo de Leopold Bloom, por las calles de un Madrid de posguerra más murciano que dublinés: de la pensión a la chabola; de la chabola al burdel buscando refugio; del burdel al calabozo. La novela empieza y termina con una referencia visual al contraste entre dos hombres de estaturas contrapuestas sin citarlos: el rey de Suecia entregándole el Nobel de Medicina a Ramón y Cajal. El envoltorio científico de un médico que con unos ratones importados de unos laboratorios de Illinois cree tener una solución para curar el cáncer.
Tiempo de silencio es un retrato de la desgraciada vida de dos mujeres muy jóvenes: Florita y Dorita. Dos muertes muy traumáticas, una en nombre de la ciencia, la otra en el de la venganza. Vicente Aranda dirigió en 1985 una adaptación cinematográfica de la novela de Martín-Santos. Imanol Arias encarnaba al protagonista; Paco Rabal, al siniestro Muecas; Paco Algora, al ayudante Amador. Victoria Abril era Dorita, la hija de doña Luisa (Queta Claver), la dueña de la pensión en la que se aloja Pedro; y Diana Peñalver, actriz e hija del pintor Santiago del Campo, es Florita, la pobre muchacha que convive con los ratones en una inmunda chabola del extrarradio.
A veces el relato sale de ese asfixiante e irrespirable clima de angustia e incertidumbre, del mensaje mesiánico de que a veces es preciso que muera una pobre chica para salvar a la humanidad, con referencias a las estrellas del cine de Hollywood, “un marco de retrato hecho con cachitos de espejo y su avagarner dentro”, y hablan de todo, “del tiempo que ha hecho, de lo guapa que eres, de qué lindos ojos tienes, de cada vez está todo más caro, de me gusta mucho Humphrey Bogart…”.
“Es un tiempo de silencio. La mejor máquina eficaz es la que no hace ruido”. Como Antonio Machado, el protagonista tiene como pretendiente a la hija de la dueña de la pensión. Se va con Dorita y su madre a ver un musical en el que tararean a Carmen Sevilla y Luis Mariano en Violetas Imperiales: “Eugenia de Montijo / hazme con tu amor feliz / yo en cambio voy a hacerte / de la Francia emperatriz”, la granadina que estuvo en la inauguración de los “canales de Suez”.
Retrata la España de 1949, con anís El Mono, cerveza Mahou y ‘Violetas imperiales’
Madrid es un personaje más de Tiempo de Silencio. La ciudad de los libreros de San Bernardo, de la calle de la Montera, de la calle de Sevilla cerca de donde se encuentra la pensión de doña Luisa. Dos símbolos de la ciudad, el chotis y los churros, se dan la mano en el desenlace de la tragedia cuando suena la letra de Agustín Lara: “Madrid, Madrid, Madrid, en Méjico se piensa mucho en ti”.
En Tiempo de silencio no se sigue una trama lineal. Martín-Santos hace ciencia de la novela, experimenta con las palabras, “cabin-log de un faruest donde ya no quedan cabelleras” porque a los caballos de los comanches los han sustituido los ratones de los chabolistas. “Váyase a una provincia”, le dice su jefe clínico tras salvar literalmente la pena de cárcel. “En una provincia se olvidará todo: los periódicos de Madrid no llegan, y aunque los lean no lo identificarán”. No es una novela provinciana, en todo caso una obra provincial.
Hay mucha metaliteratura en Tiempo de silencio. “No abuses del gerundio”, “no tiene ni idea de escribir”, “no ha leído a Hemingway”. “Ha leído a Proust”. “Hay que leer el Ulysses. Toda la novela americana ha salido de ahí, del Ulysses y la guerra civil. Profundo Sur. Ya se sabe. La novela americana es superior, influye sobre Europa”. Como los ratones de Illinois, por la época en la que los Benet y Goytisolo descubrieron a Faulkner.
La palabra aborto viaja por las páginas de Tiempo de silencio, que sufrió inicialmente los cortes de la censura. Novela de toreros y boxeadores, de fulanas y vicetiples, donde en páginas contiguas conviven Balenciaga y Heidegger. Una novela-río que no es un afluente de El Jarama, aunque sean de la misma época. Una novela que termina con la vista del monasterio del Escorial. Con dos ratones en la portada, aunque podría servir una imagen del rey sueco alto entregándole la corona de la ciencia al bajito sabio aragonés.
Luis Martín Santos, que será recordado hoy en el Imprescindibles de TVE, es uno de los protagonistas del libro Letras de médicos (Algaida), galería de médicos escritores y escritores médicos del que son autores los doctores Francisco Gallardo e Ismael Yebra, donde aparecen los perfiles de ilustres colegas como Conan Doyle, Pío Baroja o Anton Chejov.
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