La bella, la bestia, el libro y la rosa
el pastillero
Escrita para atemperar a las jóvenes casaderas, Edelvives retoma la historia de amor y redención más famosa en una versión que rememora la figura de Petrus Gonsalvus
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MARRY the beast and get that library (cásate con la bestia y hazte con esa biblioteca) es una gran línea. Uno de los logros de La Bella y la Bestia de Disney (la historia que todos conocemos, al cabo) es haber hecho de cierta curiosidad que muestra la protagonista del clásico hacia los libros del palacio la clave para construir una heroína bien armada. La Bella animada colocaba así el pie fuera de las coordenadas de sumisión pura que mostraban las princesas de la marca.
Sin embargo, el cuento que ha llegado hasta nosotros no va de eso. Aunque el tropo de la bella y la bestia (con uno de los novios animalizados y su posterior metamorfosis como símbolo del poder redencionista del amor) es uno de los que más se ha repetido a lo largo del mundo, la historia en la que nos basamos se la debemos a Madame de Beaumont, que escribió en 1756 un cuento para su Magasin des Enfants que, a su vez, se basaba en otra historia escrita unos cuantos años antes (en 1740) por Grabrielle-Suzanne de Villeneuve. La intención de ambas era la misma: convencer a las jóvenes casaderas de las virtudes de contraer matrimonio con alguien que probablemente consideraban bestial -más feo, más viejo, gruñón insoportable, pero trufado de dinero-. El tema de la bella y la bestia viene a ser más bien el de “la bella y el bestia”. En la primera versión, el padre de la chica llega a decirle que “es más conveniente tener a un marido amable que a uno que lo sea sólo por su aspecto”, aunque ella protesta contestando que no sólo es feo sino también, bruto, ya que no tiene un “diálogo ameno".
“En los inicios de la Ilustración, la historia de Beaumont intenta suavizar los temores de las jóvenes, reconciliarlas con la costumbre de los matrimonios pactados y abrazarlos en una alianza que requiere anular sus propios deseos y subsumirlos a la voluntad de un monstruo”, comenta Maria Tatar en Beauty and the Beast: Classical Tales about Animals Brides and Grooms from around the World.
Como señala Angela Carter, la moral del cuento que nos ha llegado tiene más que ver con ‘ser buena’ que con ‘hacer el bien'. Y, ¿qué hace que Bella sea virtuosa? “En primer lugar –indica Maria Tatar–, parece en posesión de unas ganas locas de ejercer actos de autosacrificio”. Desde luego, no todas las Bellas de las historias están tan deseosas de ofrecerse como víctimas expiatorias, pero la disposición de la Bella de las ilustradas francesas sólo puede compararse a la de una mártir de circo romano.
Probablemente por ello, el ilustrador Benjamin Lacombe afirme que estas versiones del cuento le resultan demasiado “trasnochadas y ancladas en un pensamiento moralista”.
Las cuestiones que plantea este tipo de historias de amor y transformación –apunta Maria Tatar– no son precisamente intrascendentes: “¿Cuánto pesan el poder y el dinero a la hora de calcular un matrimonio? ¿Cuáles son los límites del perdón y la compasión? ¿Qué valor tiene la belleza, y el carisma, y el encanto? ¿Cuál es el equilibrio correcto entre el compromiso y la dignidad? ¿Los animales de estas historias nos remiten a la bestialidad del sexo?”.
La editorial Edelvives acaba de publicar una nueva versión del cuento que conocemos, el que nos llegó a través de sus narradoras francesas. Así, Cécile Roumiguière y Benjamin Lacombe regresan en combo al sello y nos ofrecen una propuesta que toma Venecia como escenario. El marco da pie a la aparición de una inevitable figura enmascarada: las larvas italianas, esas máscaras blancas que hacen referencia a un estado entre estados; es decir, un fantasma –y dentro de la historia, la figura de la ayuda sobrenatural–. El relato de Roumiguiére y Lacombe estará situado en el Veneto, pero los jardines que el ilustrador sugiere nos hacen pensar en Bomarzo: la referencia inevitable a un jardín de imposibles, congelado en pleno barroco.
Pues aunque hay correlaciones con la última imaginería cinematográfica en las ilustraciones de Lacombe (como el azul y el dorado como constantes), el creador francés apuntala el microcosmos de esta nueva propuesta, con unas modas que no nos sitúan en el XVIII, sino más de un siglo atrás; y con una Bestia que no es leonina, sino que muestra un indudable parecido con Petrus Gonsalvus: un personaje real del que los autores hablan en este libro y que, muy probablemente, inspiró el cuento en su ramal francés.
Resulta que la Bestia de la leyenda tenía origen canario, pues Pedro González vino a nacer en Tenerife hacia 1537. Padecía hipertricosis, la enfermedad de los ‘hombres lobo’: un exceso de vello por todo el cuerpo. De hecho, Pedro fue regalado al rey Enrique II de Francia en calidad de animal de compañía. Fascinado ante la idea de instruir a un “niño salvaje”, el monarca le proporcionó una instrucción exquisita, y llegó a ser muy apreciado en la Corte.
A su muerte, sin embargo, la anomalía de palacio pasaría a ser propiedad de la reina Catalina de Médici, que lo casó con una mujer llamada Catherine Raffelin, una beldad del momento. ¿El objetivo? Mengueliano. Ver qué tipo de niños podían salir de aquella bizarra unión entre una bella y un monstruo. De los siete hijos que tuvieron, cuatro de ellos heredaron la anomalía del padre.
El experimento de Catalina de Médici fue, de una forma bastante retorcida, afortunado: el matrimonio duró cuarenta años. Una vez desaparecida la reina, sin embargo, la familia Gonsalvus cayó en desgracia. Fueron pasando de mano en mano, como cosas –nos recuerda el título de Edelvives en su explicación a la leyenda– hasta llegar a las del duque de Parma, que separaría a los niños de sus padres y los regalaría como si fueran perritos.
Sabemos cuando murió Catherine, pero no tenemos ningún registro de Petrus: “Al haber sido considerado un animal, su inscripción en los registros parroquiales –apunta Cécile Roumiguière– habría sido rechazado por la Iglesia”.