Laberinto de espejos
España, 2010. Isaki Lacuesta.
Quizás nunca tuvo que preguntarle al espejo quien era la más bella, sino cuál era su verdadero rostro. Ava Gadner se contempló a sí misma demasiadas veces en el reflejo ampliado de la gran pantalla, en la luna donde le perfeccionaban una cara ya excepcionalmente mimada por la naturaleza o en las inamovibles imágenes suspendidas en el tiempo de las fotografías. Esta noche eterna y de ronda firmada por Isaki Lacuesta constituye un meticuloso y portentoso trabajo de montaje, que, a modo de retablo medieval donde todo es simultáneo, se desconfiguran los conceptos de pasado, presente y futuro. Como en un calidoscopio en el que el observador debe estar atento a cualquier mínimo movimiento que transforma toda la figura, el espectador no puede permitirse ni un momento de distracción. Esta tarea e implicación está a veces dificultada por un sonido cuya calidad no está a la altura, aunque no es posible determinar si el problema yace en el propio largo en sí o en el espacio de la proyección. Volviendo a lo visual, en la combinación de escenas de largometrajes de ficción, reportajes reales, fotografías oficiales o particulares junto con entrevistas de testimonios personales, se revela una vida que parecía imitar al cine y un celuloide profético que repetía o marcaba, a veces, un destino de inexorable cumplimiento. A través de esta dramática ironía, donde se confunden apariencia, realidad e ideas preconcebidas o espejismos, subyacen otros temas de carácter secundario pero importantes para comprender los ocultos entresijos de la historia de un arte en general y de uno de sus iconos en particular. En el centro de la imagen se refleja -nunca mejor dicho- la pasión por un país, en este caso, España, con el que se llega a una particular identificación. Quizás porque fuera el único espejo de su vida que realmente le abriera los ojos y la desvelara para siempre.
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