Segundas residencias en Cádiz: La ciudad que se vacía por dentro

La expansión del turismo reconfigura el mapa social y urbano de Cádiz, San Fernando y Chiclana, donde cada vez resulta más complicado mantener el alma de la localidad

El Ministerio de Vivienda notifica 2.849 pisos turísticos ilegales en Cádiz a las plataformas digitales donde se anuncian

Los pisos turísticos han proliferado en Cádiz durante los últimos años.
Los pisos turísticos han proliferado en Cádiz durante los últimos años. / Julio González

La provincia de Cádiz vive una lenta pero imparable transformación de sus ciudades. La proliferación de segundas residencias y viviendas turísticas —sobre todo en los cascos históricos— está reconfigurando un ecosistema social que durante décadas había sido reconocible hasta por el acento de sus moradores. Los vecinos de toda la vida eran pequeños puntitos que, uniéndose con una línea invisible, como en esos dibujos infantiles, acababan por dar forma a barrios enteros. Eran el alma de la ciudad. No es un fenómeno aislado ni repentino. Sucede en San Sebastián, Lisboa, Venecia, Barcelona o Málaga. La invasión avanza hasta trasmutar las ciudades tales como las conocimos.

En nuestra provincia, Cádiz, San Fernando y Chiclana tienen trayectorias distintas pero una tendencia idéntica: el crecimiento de un parque de vivienda que no se habita todo el año y que rompe el equilibrio entre residencia permanente y uso estacional.

Para comprender este fenómeno no basta con mirar el presente. El centro de Cádiz, una ciudad de traza histórica, de crecimiento limitado y de suelo escaso, está constreñido por el mar y por la imposibilidad de expandirse hacia fuera. Esa característica casi insular convierte la vivienda en un recurso finito y, por tanto, en objeto de disputa directa entre usos.

Durante buena parte del siglo XX, barrios del centro —La Viña, Santa María, El Mentidero, San Carlos— funcionaron como espacios con una alta densidad social: familias con arraigo, comercio de proximidad, plazas utilizadas como lugares de encuentro, azoteas compartidas como extensión comunitaria.

La llegada del turismo masivo —o más exactamente, del turismo urbano con capacidad de pernoctación— cambió la ecuación. La vivienda, antes un bien de uso, comenzó a comportarse como un activo de inversión. Y en ese contexto, la segunda residencia y los apartamentos turísticos son dos caras del mismo fenómeno: la ciudad no se habita con continuidad, sino por temporadas, lo que afecta a su metabolismo cotidiano.

El registro oficial de viviendas turísticas en Andalucía (RTA) muestra ya miles de inmuebles en la provincia destinados al alquiler por días. Pero el fenómeno de la segunda residencia —mucho menos visible en las estadísticas— es incluso mayor. En urbanizaciones como La Barrosa o Novo Sancti Petri, en Chiclana, más del 50% de las viviendas se ocupan solo unos meses al año. Y esto se nota en los precios. Basta con echar un simple vistazo por webs inmobiliarias como Idealista para comprobar la subida estratosférica de las viviendas, realmente inalcanzables para nuevas familias. Hay apartamentos de dos dormitorios y 60 metros cuadrados que rondan los 300.000 euros en La Barrosa o en el propio Sancti Petri, una zona que cotiza al alza últimamente.

El resultado, según urbanistas consultados, es una densidad estacional: las ciudades “se inflan” en verano y “se desinflan” en invierno. No se trata solo de que haya más o menos gente: cambia quién está y a qué viene. Y esto es fácilmente comprobable dando un paseo un día entre semana por La Barrosa, que parece hibernar cuando se marchan los veraneantes. La gran mayoría de sus bares y restaurantes cierran las puertas y los que permanecen abiertos lo hacen encomendándose a su fiel clientela.

El centro histórico de Cádiz ha perdido población de manera sostenida durante las últimas décadas. De los más de 70.000 habitantes que tenía censados a finales del siglo pasado, se ha pasado a alrededor de 35.000 en la actualidad. El descenso no se explica únicamente por el envejecimiento de sus vecinos, ni por cambios demográficos generales, sino que una parte esencial deriva de la competencia por la vivienda entre residentes y usos turísticos.

En La Viña, por ejemplo, se observa el patrón: bloques donde antes vivían seis familias estables ahora tienen tres apartamentos turísticos, una vivienda de alquiler por temporada y solo dos hogares permanentes. El flujo de personas cambia, pero también su forma de usar el barrio. La compra diaria en la frutería se sustituye por la ocasional en el supermercado de paso; el bar donde se tomaba café a las ocho de la mañana se convierte en terraza de mojitos a media tarde; la panadería tradicional cierra porque su clientela habitual ya no está.

El impacto no es solo económico. La vida comunitaria se debilita. Sin vecindario estable, se diluyen vínculos que actuaban como tejido social: cuidado de personas mayores, vigilancia colectiva del espacio, transmisión de memoria local, organización cultural espontánea.

En entrevistas realizadas para estudios urbanísticos de la UCA, muchos vecinos coinciden en señalar que las personas del barrio parecen siempre estar de paso.

San Fernando

San Fernando vive un fenómeno distinto, pero conectado con el de Cádiz. Su casco histórico, con una estructura tradicional con viviendas vinculadas a oficios y familias extensas, está experimentando un claro proceso de reconversión.

Una parte de esas viviendas se rehabilita para vivienda turística, especialmente en calles cercanas al Callejón de la Marina o la Plaza del Rey. Otra parte se destina a segunda residencia de gaditanos o sevillanos que buscan un verano más tranquilo cerca de la playa.

El resultado es una centralidad debilitada. Muchas calles pierden actividad durante gran parte del año, mientras la presión inmobiliaria se desplaza hacia barrios periféricos donde se instala población que antes habría residido en el centro.

Urbanistas locales apuntan a una cuestión clave: la vivienda turística no solo introduce nuevos usuarios, sino que reordena el valor del espacio urbano, desplazando actividades que antes eran estructurales (oficios, tiendas pequeñas, talleres) hacia modelos comerciales vinculados al visitante.

La playa de La Barrosa, en Chiclana, es otro de los espacios tomado por las segundas residencias.
La playa de La Barrosa, en Chiclana, es otro de los espacios tomado por las segundas residencias. / Julio González

Chiclana

Chiclana presenta una evolución distinta, porque el turismo y la segunda residencia han sido parte central de su desarrollo desde el boom de La Barrosa en las últimas décadas del siglo pasado. Aquí, el problema no es la irrupción, sino la consolidación de un modelo en el que una parte muy considerable del parque residencial no está pensado para la vida anual.

La Barrosa, la zona que rodea Sancti Petri y Novo Sancti Petri funcionan en muchos sentidos como ciudades temporales, con un ritmo económico que se intensifica en verano y se desactiva en cuanto los árboles empiezan a quedar desnudos y parecen esqueletos abandonados. La infraestructura urbana chiclanera está diseñada para multiplicar por tres o cuatro la población durante la temporada alta. Sin embargo, este modelo plantea algunas preguntas: ¿qué pasará con las ciudades que trabajan solo algunos meses al año? El comercio, por ejemplo, es profundamente estacional: negocios que abren en junio y cierran en septiembre, trabajadores eventuales que no pueden estabilizar su proyecto vital, jóvenes que no encuentran vivienda anual y se desplazan a municipios vecinos.

En términos urbanos, esto genera zonas con actividad intermitente, lo que dificulta la planificación de movilidad, transporte público o servicios continuos.

Segundas residencias: un uso invisible, pero determinante

A diferencia del alquiler turístico —visible y regulado, al menos en parte— la segunda residencia es más difícil de medir. No pasa por plataformas, no requiere licencia, no aparece como “actividad”. Pero su impacto es igual o mayor.

En barrios costeros, la consecuencia más evidente es la desocupación estacional. Las calles se llenan en agosto, pero quedan prácticamente vacías en invierno. Se produce lo que urbanistas denominan “ritmo de ciudad discontinuo”.

Las ciudades necesitan un nivel mínimo de densidad permanente para sostener comercio diario, oferta educativa cercana, transporte de alta frecuencia, vida peatonal, seguridad urbana no policial y dinámica de cuidado comunitario.

Cuando la densidad baja debajo del umbral crítico, la ciudad pierde capas de actividad hasta volverse dependiente de servicios externos y de movilidad en coche.

Uno de los barómetros más claros para medir el efecto de la segunda residencia es el comercio de proximidad. En Cádiz capital, el número de ultramarinos tradicionales ha disminuido progresivamente en los últimos veinte años, mientras aumentan franquicias, tiendas de productos gourmet orientadas al visitante y establecimientos de restauración con alto componente de terraza.

En ciudades como Lisboa o Barcelona, las zonas de saturación turística han sido delimitadas para impedir nuevas licencias. San Sebastián aplica recargos fiscales a pisos desocupados. Nápoles ha limitado la conversión de edificios enteros.

La cuestión para la provincia de Cádiz no es solo qué se puede regular sin castigar al sector turístico, sino qué modelo urbano se quiere preservar: ¿una ciudad viva todo el año?, ¿una estacional?, ¿o una mezcla que busque el equilibrio? Aún se está a tiempo de elegir.

Un fenómeno que golpea también en La Janda y la Costa Noroeste

El fenómeno de las segundas residencias golpea a todo el litoral gaditano, aunque hay algunas poblaciones que se llevan la palma. Una de las referentes por antonomasia, desde hace décadas además, es Chipiona, reducto de miles de familias sevillanas que históricamente han decidido tener su segunda residencia en la Costa Noroeste. Conil o Vejer, en pleno corazón de La Janda, han visto como en los últimos años han aumentado la presencia de nuevos moradores, extranjeros en su mayoría, que buscan un lugar donde pasar el invierno.

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