Pepe Millán, cabrero y guardián de las tradiciones de la Sierra de Cádiz

Gentes del campo

Con la leche de sus cabras payoyas se fabrican algunos de los quesos más apreciados de la serranía gaditana y puede presumir de tener el título de maestro de pastores

Pepe Millán posa en su explotación agrícola de Zahara de la Sierra con varios de los cencerros, alguno con más de cien años, que guarda como oro en paño.
Pepe Millán posa en su explotación agrícola de Zahara de la Sierra con varios de los cencerros, alguno con más de cien años, que guarda como oro en paño. / Julio González

Pepe Millán señala con el índice de su mano derecha hacia una pequeña casita blanca que asoma entre el paisaje de la Sierra de Cádiz. “Ahí me llevaron a los tres días de nacer y aquí sigo. Toda una vida”, nos dice. Ganadero, maestro de pastores, intérprete del lenguaje de los cencerros, hombre cabal, que lo mismo te fabrica un bastón con sus propias manos que te pone una piedra donde le digas con su honda de cuerda larga, Pepe es uno de los últimos supervivientes de una ganadería extensiva que se encamina hacia el matadero. En su explotación de Zahara de la Sierra, rodeados por un paisaje tan verde que parece que lo hubiera pintado un colegial con sus lápices, conversa con nosotros mientras no para de trabajar. Las cabras payoyas, autóctonas de la Sierra de Grazalema, no dan tregua. Cuando llega la hora de ordeñarlas hay que arremangarse. A Pepe lo ayudan su mujer, Rosario, y su hija, Rita. Entre los tres ordeñan cada día a las 150 cabras que le quedan después de vender buena parte del rebaño a un vecino. A Pepe le interesa más la calidad que la cantidad. Por eso cada año realiza lo que llama “la reposición”, es decir, una selección de las nuevas crías que salvan el pellejo para dar la mejor leche en el futuro. “Si no hiciera esto en unos años llenaba Grazalema de cabras mías. Eso no hay quien lo pueda sostener”, cuenta.

Rita, la hija de Pepe, ordeñando a las cabras payoyas este pasado miércoles.
Rita, la hija de Pepe, ordeñando a las cabras payoyas este pasado miércoles. / Julio González

Pepe tiene cabras payoyas, cuya exquisita leche vende a algunas de las mejores queserías artesanas de la zona, pero también posee ovejas Merinas de Grazalema, otra raza autóctona de la Sierra. A sus 68 años reconoce que el secreto de la felicidad es buscarle a las cosas la parte positiva. “Si piensas que hay que ordeñar a las cabras todos los días del año, que no coges vacaciones, que el precio de un chivo ahora es el mismo del que tenía hace 25 años, que el litro de leche te lo pagan a 85 céntimos aunque el grano no pare de subir, te agarras una depresión. Yo pienso que esto me encanta, que soy mi propio jefe, que no me manda nadie, y que estamos defendiendo una forma de vida, la ganadería extensiva, con rebaños que se crían en el monte. Algo que se está perdiendo, que va a desaparecer en unos años y que me gustaría que la gente conociera”.

Las cabras y los chivos de Pepe tienen hasta nombres. Uno de ellos, que nos mira con una cornamenta tan retorcida como la del mismo diablo, se llama Juanito. “Levanta Juanito”, le dice Pepe. “Está viejo, pero ha sido un pedazo de semental. Su abuelo ganó el primer premio al mejor chivo en el concurso de Ronda de hace unos años”, rememora.

Juanito, el macho cabrío más veterano del rebaño de Pepe.
Juanito, el macho cabrío más veterano del rebaño de Pepe. / Julio González

De pastor a marinero

Pepe tuvo claro desde pequeño que le tiraban los animales. “Yo creo que me viene de mi abuela materna, que se murió con una cabra en su casa. Siempre le encantaron. Intenté lo de la agricultura, incluso me fui un par de años a Francia, a la campaña de la recogida de la manzana, pero eso no era lo mío”. Así que cuando volvió de la mili decidió que era el momento de empezar su pequeña ganadería. Aunque, digamos, que la mili de Pepe no fue precisamente un paseo militar. “El charco de agua más grande que había visto en mi vida era un lebrillo. Pues nada, con todo y con eso me mandaron a la Armada. A Elcano, nada menos. Allí estuve una semana pero casi me muero. Luego me destinaron a la cocina de otro barco. Como sería la cosa que estando rodeado de comida perdí un montón de kilos”. Desde entonces Pepe ha sido un marinero en tierra.

Rosario, la mujer de Pepe, en plena faena.
Rosario, la mujer de Pepe, en plena faena. / Julio González

Porque por donde a Pepe le gusta navegar es por las cumbres de Grazalema. “Cuando termino aquí me gusta pasear por el monte. Me da la vida”, cuenta. Y es que Pepe se mantiene fuerte y ágil pese a su edad. “Hay quien me dice: lo que tendrías que hacer es venderlo todo y vivir tranquilo. Sí hombre, y ¿qué hago yo todo el día sin hacer nada?, ¿me pongo a ver la tele o me siento en la puerta del cementerio a esperar la muerte?”.

Pepe ha sido uno de los tutores con que ha contado la Escuela de Pastores que la Junta de Andalucía puso en práctica en 2010. Cada año, unos setenta alumnos ingresan en ella para aprender el oficio. Durante cuatro meses, el estudiante se enfrenta a lecciones teóricas y labores prácticas. Y ahí es donde entra Pepe. “A algunos los he tenido aquí. Me acuerdo de uno grande, un tiarrón, que el primer día que fue a bajar a por el rebaño se pegó con el quicio de la puerta en la cabeza y por poco se descalabra. No me dio tiempo a avisarlo. Hasta sangre se hizo”, recuerda sin poder evitar una sonrisa maliciosa.

Y es que los conocimientos de Pepe no pueden perderse. Entre ellos nos llama la atención eso que denomina el lenguaje de los cencerros. “Cada cencerro tiene su propio sonido. Hay que saber afinarlo”, nos cuenta mientras agarra entre sus manos un manojo de ellos, de diferentes tamaños, y nos hace una demostración. “El cencerro es una herramienta más de trabajo para el cabrero, tiene un lenguaje pero hay que entenderlo. Si estás en la Sierra, que es una extensión muy grande, el cencerro te va a dar norte de por dónde anda el rebaño. Si está bajando, si está subiendo, si alguna cabra se queda atrás, si se ha vuelto otra. Sin verlas sabemos lo que están haciendo. Nada más por la forma en que suena el cencerro sabemos si la cabra está con el chivito recién nacido, si está bebiendo o si está coja y hay que socorrerla”.

“Una cosa es el queso Payoyo, que es una marca, y otra la leche de cabra payoya”

En los últimos años, al ver reducido su rebaño, Pepe ha dejado de vender a algunas marcas de quesos muy conocidas en la Sierra de Cádiz, como El Bosqueño, pero cuenta con orgullo que con la leche de sus cabras payoyas algunos de estos quesos han ganado “medallas de oro en los mejores concursos internacionales. Es una calidad suprema”.

Pepe hace hincapié cuando habla de quesos en algo que le parece de una gran importancia. “Una cosa es el queso Payoyo, que es una marca de quesos, que a veces ni siquiera está hecho con leche de cabra 100%, y otra muy distinta es un queso de leche de cabra payoya. En la Sierra de Cádiz no hay tantas cabras payoyas autóctonas como para abarcar la producción de esa marca de Villaluenga. En estos tiempos tan duros hay que saber diferenciar los quesos elaborados con esa leche”.

Con 68 años Pepe piensa ya en ceder el negocio a sus hijos, Rita, que nos acompaña también durante nuestra visita a la explotación de su padre, y su hermano. “Llevamos tres años arreglando papeles para ver si consigo cederles el testigo, pero es que otro de los problemas con que nos encontramos los ganaderos es el de la burocracia. Entre unos y otros van a acabar con nosotros. Porque si un chaval quisiera poner en marcha algo como lo que yo tengo le sería imposible. Cuando yo abrí esto, hace 37 años, pedí un crédito de cuatro millones de pesetas al 18%. Hoy sería imposible. Señores, si esto es mío y se lo quiero dejar a mis hijos, ¿qué problema hay? Pues nada, ahí seguimos arreglando papeles. Este año intentaré dejarlo todo atado y si no pues tendré que arrojar la toalla”, comenta apesadumbrado antes de agarrar un bastón, su honda y abrir la puerta del corral para que sus cabras vuelvan al monte después de soltar su leche. Una leche única.

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