La mujer que susurraba a los caballos

Naturaleza | Centro Ecuestre Americano de Chiclana

Anna Bradshaw y su pareja han creado de la nada un centro ecuestre donde se recupera a caballos que llegan en malas condiciones y que acaban ayudando incluso a niños con problemas como el autismo o el síndrome Asperger

Anna Bradshaw alimenta a uno de los caballos que viven en su centro ecuestre de Chiclana.
Anna Bradshaw alimenta a uno de los caballos que viven en su centro ecuestre de Chiclana. / Sonia Ramos

Lo tomó de las riendas y le acarició el cuello. El caballo la miró con sus grandes ojos negros y le acercó la cabeza en un gesto tierno, de complicidad infinita. Anna le susurró al oído y Dyamy soltó un relincho que pareció una carcajada. Se dejó hacer cuando la amazona rubia le colocó la manta, la silla americana, le ajustó las correas y suavemente lo guió para entregarlo a un jovencito que esperaba con una mirada más temerosa que ilusionada. Jaime subió a su montura y emprendió el camino al paso hacia las marismas situadas tras el Coto de la Isleta mientras se preguntaba cómo se había dejado convencer para participar en esta aventura. Junto a él, Anna en su yegua parda, susurraba al caballo y al nuevo jinete en su bautizo ecuestre hasta que los miedos del niño se transformaron en una inmensa sonrisa y en caricias a su caballo pinto, que le respondió con docilidad.

La experiencia de Jaime es idéntica a la que han podido disfrutar decenas de niños y adultos en el Centro Ecuestre Americano de Chiclana. Allí, Anna Bradshaw y su pareja, Adolfo Sánchez, han construido una clínica para sanar el cuerpo y la mente de animales que, en muchas ocasiones, llegan en pésimas condiciones, maltratados o directamente desahuciados por sus propietarios.

Anna, junto a su pareja, Adolfo,  y alumnas y voluntarias de su centro este pasado viernes.
Anna, junto a su pareja, Adolfo, y alumnas y voluntarias de su centro este pasado viernes. / Sonia Ramos

El amor de Anna por los caballos le viene de familia. De padre alemán y madre gaditana, se ha criado entre las fuertes piernas de estos nobles animales sin los que el mundo no sería mundo. “Reconozco que desde muy pequeña mi vida se ha desarrollado alrededor de los animales, en especial de los caballos, ya que mi familia siempre ha estado relacionada con el mundo de la equitación y criarte con ellos te hace ver la vida de otra forma”, comentaba Anna esta misma semana. “A medida que iba haciéndome mayor veía, más y más, lo vulnerables que son, y más ganas tenía de protegerlos. Sabía perfectamente que mi vida siempre iba estar rodeada de ellos, pero lo que tenemos en el Centro Ecuestre Americano vino de casualidad”.

La casualidad de la que habla Anna llegó en forma de noticia, de mala noticia. Un caballo procedente de un circo había sido sentenciado a muerte. “Es de mala condición, decían. Yo, en ese mismo momento, decidí que ese animal iba a formar parte de mi vida”.

Porque para Anna no existen caballos malos o resabiados, “sino propietarios sin idea de etología que han querido humanizarlos o someterlos, porque encontramos ambos extremos en este mundo”, puntualiza. “Al caballo tienes que dejarlo ser tu compañero y saber entender las señales que te proporciona, son muy sensibles, no hablan porque no les hace falta”, llega a manifestar Anna.

Y así, poco a poco, fueron llegando otros casos. Algunos lo hacen en mal estado físico y, sobre todo, psicológico. “Les miras a sus ojos y ves que los han querido someter a golpes probablemente, que no han tenido paciencia, que no han sabido ver lo que les marcaba el caballo, o ambas cosas”, dice Anna. “Pero comienzas a trabajar con ellos, primero dejándolos ser y que se relacionen con los demás caballos, ya que son gregarios, necesitan de sus congéneres, y enseñándoles que pueden ser un binomio con el humano. Y entonces se genera una química especial, un entendimiento entre caballo y humano que es férreo”.

Anna, en plena clase con una de sus  jóvenes alumnas.
Anna, en plena clase con una de sus jóvenes alumnas. / Sonia Ramos

Cuenta Anna con una mirada ilusionada que ahora han conseguido reunir “una bonita familia de equinos, todos con un pasado, unos tuertos, otros con alguna lesión, pero, junto con ellos, he encontrado a muy buenas personas por el camino, gente que vino a colaborar, a aprender y, junto a los que, con el tiempo y las experiencias vividas, hemos creado una familia. Algunos de los que a día de hoy pasan más tiempo con los caballos nunca habían tenido contacto con ellos ¡Incluso mi marido nunca antes había conocido el mundo animal!, y actualmente es capaz de ver como te hacen cambiar y cómo ayudan al ser humano. Porque tenemos terapias con niños autistas, Asperger y se ve el bienestar que les proporcionan los caballos”, nos asegura Anna.

En el Centro Ecuestre Americano cuentan con teamers que colaboran con un euro al mes, otros son padrinos de los caballos, personas que han conectado con un animal en concreto y que se hacen cargo de la manutención de ese caballo y de todo lo que necesite, ya que mantener un caballo es caro. “No hablo de tenerlo en la parcela comiendo lo que haya, sino de poder darle todas las necesidades, desde un pienso específico para cada etapa de su vida hasta su manta de invierno”, relata.

Durante el confinamiento Anna y Adolfo lo pasaron muy mal. Pocos meses antes habían adquirido un camión especial para poder transportar los caballos hasta La Barrosa de cara a desarrollar rutas por la playa que llegan hasta el Novo. Quedarse sin ingresos fue muy complicado porque cada caballo supone un gasto de muchos cientos de euros al mes. “Lo pasamos muy mal en el confinamiento porque no teníamos posibilidad de hacer salidas, ni nada, por lo que sólo contábamos con el apoyo de algunos amigos voluntarios, como Droguería Alegre, cuyos propietarios tienen una yegua tuerta apadrinada y que intentan ayudar en lo posible; un par de amigas más y algunos miembros voluntarios del grupo Scout Eryteeia que ayudan en lo que pueden de las labores como limpiar cuadras, cepillado, reparto de las comidas, baño... además en aquellas fechas teníamos una yegua senil y dos caballos muy enfermos, pero aquí estamos después de la tormenta viendo salir el sol de nuevo”, aclara con una enorme sonrisa en la boca.

Dos chicas ensillan un caballo justo antes de empezar una clase de  equitación.
Dos chicas ensillan un caballo justo antes de empezar una clase de equitación. / Sonia Ramos

A día de hoy el Centro Ecuestre Americano de Chiclana ha vuelto a la normalidad, con las rutas por las marismas que están próximas al Coto de la Isleta, un parque natural bastante desconocido apto para todo tipo de personas, hayan tenido o no contacto con los caballos. “También hacemos salidas a la playa, que a mi parecer es una experiencia inolvidable, la combinación de la arena fina y blanca, ese susurro del mar mojando los pies al caballo junto al atardecer es una situación que se debería vivir al menos una vez en la vida”.

También cuentan con clases de equitación para pequeños y adultos. “Intentamos iniciar a los niños desde chicos en este mundo de una manera que aprendan divirtiéndose con el caballo y enseñándoles el vínculo que se crea con los animales, aprendiendo a respetarlos, entender que el caballo debe ser su amigo y compañero de vida, no una parte de las competiciones”.

Pasión por los animales

Pero la pasión de Anna por los animales no se limita únicamente a los caballos. En su paraíso chiclanero también hay espacio para perros, gatos, cabras, ovejas, patos, gallinas... Cuentan con un pequeño huerto y, junto a la casa principal, una coqueta cabaña de madera equipada con todas las comodidades en su interior, además de su jardín y su rincón chillout, para que una pareja pueda pasar un romántico fin de semana en contacto con la naturaleza. Es precisamente el alquiler de la cabaña –que incluso cuenta con su propio acceso independiente del centro ecuestre– y las rutas, lo que está haciendo posible que el sueño de Anna y Adolfo se vaya haciendo realidad.

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