Historia del sector naval · El Museo El Dique, en Puerto Real, cumple 15 años

Tan cerca y tan lejos

  • Junto al dique de Matagorda se levanta el desconocido centro cultural, una joya del patrimonio industrial de la provincia de Cádiz

El primer impacto provoca sonrojo. Como quien se descubre extranjero en su propia vida. El segundo, euforia. Como quien empieza a reconocer a un viejo amigo al que hacía años que no veía. El tercero, impotencia. Como quien recibe una gran noticia y no tiene a quien contarla. El Museo El Dique está cerca y, a la vez, muy lejos. En Puerto Real, junto al dique de Matagorda, grita en el desierto una de las joyas del patrimonio industrial de la provincia de Cádiz. Un centro cultural que custodia el preciado capital de la memoria colectiva de un pueblo, el de la Bahía gaditana. El martes cumplirá quince años de vida. Vida discreta pero intensa y siempre bombeada por el trabajo de José María Molina, su director e inigualable cicerone de este viaje en el tiempo. 

Una biblioteca en forma circular, muebles preñados de pasado en forma de negativos fotográficos desde el siglo XIX,  un almacén donde se apilan años, siglos, en forma de maquinaria, herramientas, carteles, un archivo histórico kilométrico, cuatro completas salas de exhibición y que sólo muestran la punta del iceberg... Calidad y cantidad en un museo sobrado de interés y falto de promoción.

Su situación, dentro de las instalaciones de Navantia, y la falta de personal, actualmente sólo está al frente José Manuel Molina, complican el acceso al centro. Excursiones de escolares y visitas concertadas en grupos son sus principales visitantes. "Mientras hemos funcionado con dos monitores, nos ha visitado una media de 5.000 escolares al año", asegura el director.

Estos problemas, quizás, se matizarían con la creación de una fundación que gestionase el centro, una resolución que estuvo a punto de alcanzarse en la época de Gómez Jaén. "Hasta ahora hemos ido trabajando en las condiciones que nos ha marcado una empresa muy inestable. Daos cuenta que en 23 años ha cambiado varias veces de propietario, de presidente y de directores", explica Molina que, sin embargo, agradece la decisión de los diferentes propietarios de seguir apostando por el mantenimiento del proyecto.

Para acceder a los 83.000 metros cuadrados que comprenden el área del museo, "dos veces el parque Genovés", ejemplifica, sólo existe una entrada, la del centro de trabajo. "Estaría bien volver a utilizar la entrada marítima, como cuando los operarios venían a trabajar antes de la creación del puente Carranza", recuerda.

Así que, por ahora, llegamos por tierra "a uno de los museos más interesantes del patrimonio industrial del país" y que nació, como las cosas bellas, casi por casualidad. "Todo comienza en 1990 con la operación de construir el primer velero que iba a competir en la Copa América. Necesitaban un documentalista que ordenara el material que estaba saliendo de la ordenación urbanística de este espacio abandonado desde 1975, cuando cerró Matagorda", rememora Molina que fue testigo "como en un yacimiento arqueológico" de cómo en esos trabajos aparecía " todo el patrimonio del astillero que había quedado oculto durante años". Documentación, fotografías, planos que aún hoy, casi 20 años después, sigue apareciendo ante sus ojos.

Así comienza "un proyecto pionero en toda España" que consistía en trabajar sobre una materia, la del patrimonio industrial, aún en ciernes. Un proyecto que apoya la empresa, entonces, Astilleros Españoles. Se crea un equipo de "unas 12 a 14 personas, técnicos y gente de la casa también". Trabajaron a destajo durante años y, por fin, el 16 de abril de 1998, con todos los honores, con políticos y ejecutivos sonrientes, se inauguró el Museo El Dique.

El corte de la cinta estuvo a cargo del director general de Industria de la época, Pau Guardans, acompañado del presidente de la compañía, Antonio Mendoza, que en su discurso expresó su confianza "en que el Museo seguirá creciendo". Un anhelo compartido, a buen seguro, por todos aquellos que han tenido la oportunidad de disfrutar de esta colección que cumple con creces aquel objetivo inicial que a Molina le marcaron desde la dirección de la empresa en Madrid: "Algo tenemos que darle a la Bahía además de barcos". 

Un patrimonio que nos asalta, hambriento de ser contemplado, en cada una de las cuatro salas de El Dique, en su almacén, en su archivo e, incluso, en las antiguas dependencias de la dirección, en el mismo despacho donde se sentó el primer director de Astilleros cuya imagen cuelga en la también antigua secretaria junto a la de todos sus predecesores. Decoración sesentera de moqueta y caoba en otro viraje de este viaje temporal.

Un traje de buzo completo de los años 20 nos recibe en la primera de sala. "Pesa 80 kilos", advierte Molina que, con naturalidad, nos va contando la historia que se esconde tras cada pieza de este museo que se arrima más al discurso "anglosajón", mucho más didáctico y explicativo, que a la filosofía del museo mediterráneo.

El proyecto del dique de carena, un plano de 1690 de la zona realizado por Fray Jerónimo de la Concepción y algunas fotografías de las seis que conserva el museo de la construcción del dique de Matagorda en 1877 son algunos de los atractivos que nos reserva la primera sala dedicada al entorno del astillero y a sus primeras actividades como industria.

El proceso de construcción de un barco lo podemos seguir en las salas 2 y 3, que ocupan el espacio de la sala de calderas de la antigua Cámara de Bomba. La primera, dedicada al trabajo de ingenieros y delineantes; la segunda, más centrada en los gremios que operaban en la elaboración de las naves. "Un barco se hace como un traje, siguiendo un sistema de patrones", ilustra el director que va dando vida a las piezas con sus palabras.

Barcos y hombres. Juan Escalante (1876-1938), aprendiz de herrero; Pedro Lobatón (1868-1933), ayudante de mecánico que fue castigado por blasfemo en 1914... Hombres cuyas siluetas se reproducen por las salas sorprendiéndonos con retazos de su vida.

Descubrimientos. El Balneario de la Palma, los confesionarios de la iglesia de San Agustín, las sillas del Teatro Falla... Todo salió de esta factoría. "Cuando no había carga de trabajo, se hacían otros trabajos que, aunque fueran deficitarios, servían para que los maestros no se fueran de la empresa", aclara Molina ante nuestra sorpresa... Cómo han cambiado las cosas...

La construcción moderna actual en la sala 4 nos devuelve poco a poco al presente. Nos acerca. Y no queremos, nunca más, sentirnos lejos de nuestro propio pasado.

LAS PIEZAS, EN NÚMEROS

1.000.000

Negativos fotográficos. Imágenes de botaduras, construcción de barcos, antiguos oficios y gremios desaparecidos. Del millón de negativos, la parte más valiosa son  15.000 piezas que componen la parte  más antigua, desde 1873 y hasta la etapa de la Guerra Civil, están hechos sobre soporte de vidrio con emulsiones al gelatinobromuro. Son las joyas de la corona.

400.000

Postivos fotográficos. Estas piezas de época se han clasificado por orden cronológico.

2,5

Kilómetros de documentación. En el archivo del Astillero de Puerto Real hay papeles de todo tipo. Información de las plantillas, planos... Compilados en archivos definitivos y cajas americanas, se distribuyen por departamentos.

3.300

Bienes etnológicos. Máquinas y herramientas catalogadas, las más antiguas de finales del siglo XVIII, y las más recientes, de los años 60-70.

8.000

Volúmenes. La biblioteca del Astillero contiene además una hemeroteca que guarda una colección de revistas técnicas encuadernadas con 260 títulos, algunos de ellos se han recibido anualmente e ininterrumpidamente desde 1890 hasta 2007.

250.000

Planos. El archivo de Matagorda  custodia estos planos además de una gran cantidad de expedientes técnicos.

4.000

Estampas. En este fondo, también preservado en el archivo, se incluyen diferentes piezas: carteles de época, antiguas postales, bocetos que se realizaron para los interiores de las habitaciones de los barcos...

8%

Piezas expuestas. En cualquier museo se expone el 20% del material custodiado.

Historias personales en la memoria colectiva

Se quedó clavado. Como una puntilla desafiante en la madera que recubre la Sala 3. Clavado frente a una gran fotografía de 1951 que le devuelve la imagen de un obrero abstraido en una operación de picado de la soldadura y escrutado por un chiquillo. Él, que peina canas y tiene cuarteada la piel, no puede mover los pies mientras el grupo con el que ha visitado las instalaciones del Museo El Dique continúa el recorrido. Inmóvil, llora. Se reconoce en el chiquillo curioso. Es él. Protagonista anónimo del museo. También hay imágenes que cuentan su propia historia como la de Félix Barrios (1856-1936). En el centro puertorrealeño tenemos la oportunidad de conocer a este delineante que entró en la empresa en febrero de 1885 cobrando 1.800 pesetas. Un hombre al que este museo le debe mucho ya que fue el autor de las fotografías más antiguas (hasta 1920) con las que hoy cuenta su fondo. Una placa en mármol, que se conserva en el almacén del museo, conmemora su muerte, junto a la de otros trabajadores, tras un ataque de la aviación republicana en la Guerra Civil.

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