Sucesos

La muerte aguarda en el portal número 9

Agentes de la Guardia Civil en el portal número 9 de la barriada de El Pinar durante la 'Operación Rubus'

Agentes de la Guardia Civil en el portal número 9 de la barriada de El Pinar durante la 'Operación Rubus' / Lourdes de Vicente

Hay lugares donde el mal se hace fuerte. Paredes cuya memoria de sangre se remonta décadas atrás y cuya podredumbre emponzoña a quienes se acercan. Basta adentrarse unos metros en estos templos de la derrota para contaminarse. El aire huele a muerte y desolación. Y aun así, hay quien lo respira. Porque todavía hoy, medio siglo después de la desaparición de las chabolas de El Zapal y la construcción de la barbateña barriada Carrero Blanco, el portal número 9 de la calle El Pinar sigue siendo una especie de agujero negro que acaba por atrapar a cuanto ser viviente se acerca a su oscura órbita.

La leyenda de este histórico portal del trapicheo de droga en Barbate se fraguó en los 80, y de sus entrañas salieron muchas de las dosis que mataron a decenas de jóvenes, del propio pueblo y de otras poblaciones cercanas. Es un portal que destila una tristeza infinita. “Yo tiraría el bloque, haría una demolición controlada y retiraría cada cascote para que no quedara ni rastro. Y en su lugar construiría un parque en recuerdo de todos los que perdieron la vida por ese mal endémico que padece este barrio, que es la droga. Ese portal es un símbolo de maldad y de la miseria humana”, nos dice un histórico de la lucha antidroga en Barbate.

Para entender la realidad de la barriada de El Pinar, donde persiste esa sensación de marginalidad que intimida incluso a quienes portan uniforme, es necesario echar un vistazo a la raíz del problema.

El original barrio de El Zapal surge a partir de personas que vienen a trabajar a las almadrabas de la zona y al tercio, hombres que se dedicaban a varar las barquillas que faenaban en la playa del Carmen. Llega hasta Barbate gente de muy variada procedencia, alguna lo hace huyendo de delitos cometidos por otras provincias. Con el tiempo lograron mimetizarse con el paisaje y con el paisanaje.

Una de las estancias de la planta baja del bloque de viviendas, donde se vendía droga Una de las estancias de la planta baja del bloque de viviendas, donde se vendía droga

Una de las estancias de la planta baja del bloque de viviendas, donde se vendía droga / Lourdes de Vicente

Se instalan en lo más alto del pueblo, pero con sus cortos sueldos no tienen para construirse una buena vivienda, es más, tampoco piensan que vayan a asentarse en Barbate, puesto que se mueven entre distintos puertos. Así, a base de chapa, latas y madera va creciendo un poblado chabolista en toda regla que se mantiene en pie hasta que a principio de los años 70 comienzan los derribos y se construyen los primeros bloques de viviendas. En 1974 cae la última de estas chabolas. Pero el ladrillo de estas Viviendas de Protección Oficial llega a la par que lo hacen el hachís y la heroína.

Es en los 80, con la epidemia del caballo ya cobrándose decenas de víctimas mortales, cuando nace en Barbate la primera coordinadora antidroga de la provincia, a semejanza de las que ya proliferaban en Galicia. Uno de los grupos más activos de acoso a los traficantes era el denominado comando Madres contra la Droga, “que llega a pintar la casa de María Porras, una de las traficantes más relevantes de la época, con la frase Fuera de Barbate, camella asesina”, comentan desde la extinta coordinadora antidroga.

“En julio de 1990 el juez de Barbate, –luego político del PP– Alfonso Moreno del Cuvillo, se mostraba alarmado por el gran número de enganchados que había en el pueblo. Una manifestación de la coordinadora antidroga, a la que acudieron unas 3.000 personas, acabó frente a la casa de Pedro Melero, que regentaba uno de los principales puntos de venta de droga dura del pueblo, en el barrio de Carrero Blanco. Melero se enfrentó a los manifestantes e hirió de gravedad a uno de ellos, Francisco Blanco, al lanzarle una barra de hierro a la cabeza”, cuenta el activista antidroga con el que nos entrevistamos. “Sólo unas semanas después –prosigue– otro vecino, Juan Varo, también resultó herido en una refriega con unos camellos que eran conocidos como la Tribu de los Pies Negros, porque solían ir descalzos, y que repelieron el avance de los miembros de la coordinadora con piedras y botellas de lejía. Los únicos seis policías que custodiaban la manifestación no pudieron impedir los altercados”, recuerda.

Según sus cuentas, enterraron a más de cien jóvenes a causa de los estragos de la droga, pero al menos en aquellos años “había conciencia de lucha, algo que ahora se ha perdido. Hemos llegado a convivir con los narcotraficantes. Eso no favorece a la gente de bien. En mi época intentaban atemorizarnos, nos amenazaban, pero no nos echaban atrás. Eso ahora no pasa. Se convive de manera natural. Hay una aceptación que no entiendo”, dice este combatiente que, a pesar de su edad, sigue al pie del cañón.

Aclara, eso sí, que en El Pinar “viven excelentes personas en general, pero hay algunas familias históricas de la venta de drogas y de ahí viene esa polarización. Se ha cronificado el trapicheo, igual que los gimnastas de Barbate, como yo les llamo, chavales fuertecitos de gimnasios que se preparan para cargar con los fardos de 30 kilos”.

Las malas vibraciones del portal número 9 se perciben nada más entrar. Tuvimos ocasión de experimentarlo en la Operación Rubus, cuando la Guardia Civil permitió que me empotrara en el operativo junto a una fotógrafa de este diario. Entonces el clan desarticulado fue el conocido como los Mora Galindo, pero antes de estos hubo otros, como los Arcos Lucio. En aquella ocasión la Guardia Civil llegó a requisar 320 papelinas de rebujito, una mezcla de heroína y cocaína que empezó a comercializarse en el Reino Unido bajo el nombre de Speedball y que posteriormente se exportó al resto del mundo.

Desde la Guardia Civil reconocen que luchar contra esta droga y el ambiente donde más se vende es complicado. “El mismo día que se llevó a cabo la Operación Rubus nos enteramos que ya por la tarde otros camellos intentaban vender en la misma zona, ocupando las vacantes rápidamente”, comentan fuentes de la Benemérita.

La cuestión de fondo es que una papela de rebujao cuesta entre cinco y seis euros en El Pinar. Hasta allí van a comprar yonquis de toda La Janda y hasta de la Sierra. “Un gramo de cocaína vale 60 euros, pero esto es fácil de conseguir, les basta con meterse en un supermercado y distraer un par de paquetes de embutidos. Los venden y ya tienen para esa dosis. Están todo el día entrando y saliendo”.

El portal número 9 tiene otra cualidad que lo hace tan pernicioso: su cercanía con el Instituto de Enseñanza Secundaria Vicente Aleixandre, del que le separan apenas diez metros. “Comparten vida los yonqui con los chavales. Es doloroso”, dicen estas mismas fuentes.

Activistas antidroga critican que se haya perdido el espíritu de lucha de los 80

Aunque resulte difícil de creer, en el interior de este bloque maldito, lleno de suciedad y que hace las veces de punto de venta y chutadero, viven personas, alguna de muy avanzada edad, como una de las detenidas en la Rubus, y que según cuenta la Benemérita, era la cabecilla de una trama que vendía centenares de papelinas de rebujito cada día. “No saben hacer otra cosa. Es algo normalizado. La gran pena es que conviven con la droga. Sabemos de casos de niños de siete años que suministran la droga al comprador en un momento determinado. Cuando los detenemos vienen al cuartel para gritar que sus padres no han matado a nadie y que de la cárcel se sale”, dice un guardia.

El mal endémico de barriadas como El Pinar es que, aunque hay gente buena y honrada que se gana la vida con su trabajo, existen familias enteras dedicadas al trapicheo. En la antigua Carrero Blanco crecieron pilotos, porteadores, puntos… collas enteras. Y los niños veían como sus padres y sus compinches llegaban de madrugada tras un alijo empapados, oliendo a sal y gasolina, a hachís y sudor. “Cuando vamos a dar alguna charla a los institutos de la zona dentro del Plan Director los chavales nos cuentan con toda la naturalidad del mundo que sus padres, sus tíos, sus hermanos mayores están en prisión por tráfico de droga. Lo ven como algo corriente”.

Y el problema latente es que tras la explosión de los 80 y los 90, hay una nueva cantera de adictos. El narcotráfico necesita clientes, atarlos a esa peste negra que es la heroína. “He visto a chavales, menores de edad, fumar rebujito. El poder de adicción de esta droga es brutal”, cuenta un miembro de aquella coordinadora antidroga. “Hubo políticos en los 90 que llegaron a acusarnos de espantar el turismo. Pero es que no se pueden anteponer intereses económicos al dolor de una familia que ha perdido a un hijo por la heroína. Me enerva que la sociedad capitule y haga un pacto de buena vecindad con un narco. Es intolerable”, apostilla.

Para que Barbate sufra esta lacra existen varios condicionantes. Sin duda uno de ellos es el geográfico, porque el hecho de que se sitúe encajonada entre el mar, un parque natural y terreno militar hace imposible su expansión. Otro es más sencillo aunque difícil de aceptar para los barbateños: algunos de sus vecinos son dañinos para su propio pueblo, que ve como mientras pedanías cercanas, caso de Zahara de los Atunes, vive prácticamente todo el año del turismo, en Barbate apenas si hay hoteles.

Mientras tanto, el portal número 9 sigue en pie, como un gigante ominoso que no se cansa de convertir en escuálidos esclavos desdentados a sus vecinos. Tanto este bloque como otros que albergan puntos de venta de droga pertenecieron al Estado. Ahora ya ni se sabe de quién son. Entre unos y otros se intercambian la titularidad para mantenerse en un limbo legal, al igual que hacen con la droga, con las armas, con el dinero, todo para despistar a unos agentes de la Guardia Civil que reconocen pasarlo mal cuando tienen que entrar en una barriada que se levanta a pocos metros de su cuartel. “Te llaman por tu nombre, saben cosas de ti, de tu familia, buscan intimidarte. Es complicado”, dice otro agente.

Hasta el momento todos los esfuerzos por poner coto a las actividades delictivas que se realizan en el portal número 9 han sido baldíos. 40 años de trapicheos que han traído muerte y dolor a todo un pueblo. Y lo peor es que, en tanto en cuanto no se produzca un cambio efectivo en los niños, mientras crezcan normalizando la venta de droga e insultando a los agentes que detienen a sus padres, la batalla estará perdida.