CÁDIZJEREZMendigos
Solidaridad Día de los Sin Techo
Mi padre se envuelve algunas noches con hojas de periódico, se rellena el abrigo de papeles, los titulares hablando finalmente sobre él, aunque sin mencionar su nombre. Son sólo más artículos sobre la 'gente sin hogar', de esos que tocan la fibra sensible. (Otra noche de mierda en esta puta ciudad. Nick Flynn. Editorial Anagrama)La puerta de las iglesias es uno de los lugares más apreciados para pedir limosnas. Charlamos con algunos de los pobres de iglesia en Cádiz y Jerez
Arruinados, separados, vagabundos, borrachos, quinquis, tarados, filósofos, rumanos o rendidos. Todo un catálogo de seres invisibles. Los españoles, que somos buenos turistas, viajamos últimamente mucho al otro mundo. Vacaciones en la miseria de los demás. Ante una cerveza y unos mejillones relatamos a los conocidos el viaje: "Lo que no me gustó es que había muchos pobres en la calle", puede escucharse. Suele pasar que, mientras se dicta esta sentencia -todos los relatos vacacionales son iguales-, alguien se acerca a la terracita a pedir un euro. Este es el reportaje anual de los mendigos, coincidente con el día mundial de los sin techo, el día mundial que lava conciencias, objeto de todos los días mundiales sobre la suciedad de nuestras conciencias. Los medios de comunicación celebramos el momento en que hacemos visibles a los invisibles. Una vez, un periodista, Francisco Peregil, encontró la voz de Gary Cooper en el metro, pero lo habitual es que encontremos historias poco célebres, que encontremos mala suerte, gente que se buscó su suerte y una suerte de desharrapados agarrados a la rutina callejera como a un manto entregado en mano por el destino. Cada día, los que no dormimos en la calle hacemos inconscientemente una serie de gestos negativos cuando percibimos en la espalda una sombra que ofrece un mechero, y a veces hasta un mal poema, por la voluntad. Es un instante. Es un instante molesto, un 'no' que incomoda pese a que al final del día uno no piensa en esos 'no' que forman parte del día. Es un 'no' a un ser invisible, es un 'no' a un pelmazo, a un intruso. Y otras veces es sí y echamos cobre en latas, manos y cuencos de arruinados, quinquis y tarados. Lo que llamamos una buena obra. Y tan contentos.
Se hace la luz negra. Uno busca y no tiene dificultad en encontrar. Cádiz está llena de hombres y mujeres invisibles. Ese mendigo de la esquina de San Juan de Dios puede llevar meses allí con un cartel en el que se lee que está en la calle, como es patente. El joven alemán que quita pulgas a su perro unos metros más allá podría llevar años, como un mobiliario urbano móvil. Las monedas de diez céntimos sumarán al final del día tres o cuatro euros. El botín de la jornada. En una ocasión recibió una paliza por el hecho de ser mendigo. Otras veces los mendigos se pegan entre sí por el hecho de ser mendigos. En el mundo invisible la supervivencia y el respeto se ganan.
En la historia mendicante local se recuerdan nombres como el del Marchena, como Vicente El Largo, como Paco el Legionario, al que mató otro mendigo de un golpe, como el Troy, al que se le llamaba así por su guapura que era tan parecida a la del actor Troy Donahue y que jugaba al fútbol con finura. Muere la figura paterna, el mundo estalla y el Troy se hace mendigo, se hace célebre en su miseria, un 'personaje de Cádiz', y desaparece. Deja un vacío, quieras que no, cuando en la calle ya no está el Troy.
Me topo con Kid Betún, vieja gloria en el ring de los perdedores. Cobraba por recibir tortas. Nunca relata un k.o. que su puño hubiera ejecutado. Antes hacía el gesto de una defensa, una guardia boxística. Ya no lo hace y ya no lleva betún, lleva una lata de refresco con un papel pegado en el que solicita limosna. "No puedo, estoy enfermo del estómago. Algo, un metal, me saltó cuando estaba clavando una estaca en el circo". Saca un recibo del agua, un papel arrugado, que no puede pagar. 35 euros. La lata no suena, es un mendigo novato.
La puerta de la Catedral tiene una marca, la marca de Pepillo. Desde hace dos años Pepillo se encuentra allí en la misma posición sosteniendo ante los turistas un tupper con una pegatina en la que se lee 'Cádiz sonríe'. "Llegué aquí y el sitio estaba libre". "¿No intentan quitártelo? La Catedral parece una buena plaza". "Alguna vez me encuentro a alguien, pero me hago respetar". Ofrezco cinco euros por su historia y Pepillo duda. Cinco euros son muchos euros para la recaudación de la jornada. "No quisiera que me vieran en Córdoba, soy de allí". "Nadie te verá en Córdoba", garantizo. Mira los cinco euros: "De acuerdo", dice, y le brillan los ojos. "¿Te han dicho alguna vez que tienes ojos muy vivos?". "Es que estoy vivo, otros viven y están muertos. Me han dicho que tengo ojos de pícaro". "¿Cuántos años tienes?". "62". "No los aparentas". "¿No? Siento como si hubiera vivido cien vidas".
Su relato: "Mi padre era maestro de escuela y yo quería ser cura. Tuve una buena infancia, una infancia normal, pero mi padre no quería que yo fuera cura y no me hice cura. Pasé por el servicio militar en Alcalá de Henares y lo pasé bien. Era paracaidista y aprendí a caer. El día más feliz de mi vida fue el que pasé con un viejo compañero, un viejo paracaidista al que encontré de casualidad y hablamos mucho de aquellos años y de lo que hacíamos. También fui feliz el día que me casé. Me casé con una mujer a la que quería y trabajé en artes gráficas y tuve dos hijos con ella. De repente, todo se acabó, pero se acabó bien, sin violencia, yo no soy violento. Y me fui. Busqué trabajo, recogí peras, fresas y manzanas, pero mi espalda ya no aguanta. Fui de aquí para allá, de Gerona a Valencia, de Valencia a Murcia. Conozco toda España y hace dos años acabé aquí y vi que no había nadie en la Catedral".
"¿Dónde dormiste anoche?" "No sé, en cualquier sitio. Salté una tapia y encontré un buen sitio". "¿Saltaste una tapia? ¿Y tu espalda?" "Mi espalda salta tapias". "¿Lloras alguna vez?" Se sorprende. "¿Llorar? No, no lloro nunca". "¿Hace cuánto que no duermes bajo techo?". "No me acuerdo. No voy al asilo. Hay sitios en los que la gente se mea, se pelea, se roban los unos a los otros. Estoy en la calle, pero quiero conservar mi dignidad". "¿Hablas con tus hijos?". "Sí, por teléfono". "¿Y cómo les va?" "No lo sé". "¿Cuántos años tienen?" "31 y 33 tendrán". "¿A qué se dedican?". Duda: "No lo sé". "¿No lo sabes? ¿No hablas con ellos?". Se muerde el labio, mira a los turistas que pasan y no dejan un chavo. Está incómodo. Los ojos no son tan vivos. "Hace mucho que no hablo con ellos". No quiere hablar más. Piensa: Cinco euros no dan para tanto, señor, deje de preguntar. "Me llamaban Pepillo, mi padre me llamaba Pepillo. Dicen José y no sé a quién se refieren". "¿Querías a tu padre?" "Sí, claro". "¿Piensas en salir de la calle?". "Sí, me tocará la Primitiva". "¿Juegas?" "Si no juego, no toca". "¿Cuánto sacas al día?". "Para los gastos: un bocadillo, algo de beber, tabaco... y la Primitiva. Así me apaño". "¿Tienes amigos?" "Aquí tengo conocidos. Yo tenía amigos, pero nos separamos. Yo prefiero estar solo. No quiero compañía".
Un café en el bar La Moderna. Un hombre con chándal entra con paquetes de kleenex y manos rudas de trabajador. Otro hombre con corbata lo despacha con un gesto despectivo. "Es la voluntad", informa. No encuentra respuesta. Suspira humillado, se da la vuelta y coge fuerzas para ser rechazado en el próximo bar.
Llamamos 'mafia rumana' a un modo de mendicidad patriarcal por la cual el cabeza de familia envía a la calle a recaudar a la mujer y a los hijos. Ya no se ven menores pidiendo, pero las rumanas de la 'mafia' siguen trabajando con sus vestidos holgados y sus pañuelos en la cabeza como trajes regionales. En la iglesia San Francisco comparten puerta con la mano tendida Marcela, rumana, y Juan Pedro, enfermo mental. Tienen las manos vacías. No hablan entre ellos durante toda la mañana, como si un muro les separara. Horas juntos, pero como si el otro no existiera. Auténticos extraños. Marcela apenas habla español. Llegó de Rumanía con tres hijos y un marido. El marido está en una casa. "¿Cómo pagan la casa?" "No entiendo". "¿Tu marido lleva dinero a casa?" "No entiendo". "¿Van tus hijos al colegio?" "Sí, sí, van al colegio". "¿Vivís con los tres euros al día que dices que sacas en la puerta de la iglesia?" "No entiendo".
Juan Pedro no para de menear las piernas, de juntarlas y separarlas. "Muchas medicinas, necesito muchas medicinas". "¿Cuántos años tienes?" "No me acuerdo". "¿Dónde duermes?" "En la calle. No tengo de nada, ni para comer ni para nada. Yo quiero que me lleven a un centro para que me cuiden. Para estar limpio. Yo no puedo cuidar de mí, no sé cuidar de mí". "¿Y tu familia?" "No me acuerdo". Recita un sinfín de enfermedades, todas suyas "y me persiguen". "¿Quién te persigue, Juan Pedro?" "Me persigue el gobierno del PP, me manda mensajes al teléfono y me amenaza. Tengo las amenazas en el teléfono. ¿Te las enseño?". "Sí, claro". Juan Pedro maneja su móvil con dificultad, busca y busca hasta que dice "aquí está. Este es el número del Ayuntamiento y las amenazas. Mira, me amenazan, me dicen que me van a matar". En la pantalla se puede ver el despertador del móvil y, de arriba a abajo, 10, 10 10,10 10,10... 10,10 hasta el infinito.
Juan Carlos tiene 47 años, es de La Línea, pero emigró muy niño con sus padres a Hospitalet. Trabajó en Barcelona en los laboratorios de fotografía de la agencia Efe. Hace doce años sufrió un accidente que reconoce que le dejó "pillado": "Nos comimos un semáforo, cogimos una rampa y el coche salió volando". Dice que la familia le dio la espalda, que dejó de creer en todo y que se echó a la calle. Habla Juan Carlos con fluidez, con claridad, convencido de que no quiere entrar en "ningún juego", en ningún comedor, en ninguna institución. Junto a él, su cartón en el que informa de que necesita las monedillas que les sobran a los demás. "Tengo un camping gas, me ducho con agua fría y como de lo poco que saco. Me arreglo con cuatro cosas". Vive en un casco de bodega abandonado con un amigo, un ex minero. El ex minero no quiere hablar con nosotros, se mantiene a una prudente distancia. Se han agenciado dos colchones y juntos están leyendo un libro, un viejo libro de pensadores griegos en el que se habla de que todo lo que sea manifestar lo contrario a lo que debe de ser manifestado acabara con quien lo manifieste. Así que no manifiesta nada. "Me tratan como una basura, me ofrecen meterme en centros para lavar mi cerebro y ya es tarde porque yo estoy de vuelta de la humillación. Sé que cuando los demás han tirado para adelante, yo he hecho todo lo contrario. Y me arrepiento y no me arrepiento. Me quiero quedar así. Yo soy un ser, no un ser humano, no quiero saber nada de esos humanos que van con sus móviles, con todos esos artefactos que utilizan para destruirse. El humano es destroyer. ¿Sabéis?, la muerte no existe; la muerte está aquí, en la cabeza. La muerte no existe. Hay mil millones de personas pasando hambre en el mundo y vosotros venís a hablar con nosotros y nosotros os contamos que vosotros vivís muy bien y nosotros muy mal. Eso está bien. A la gente le gusta. Sí, sacar a los pobres en los periódicos. Eso está bien". Juan Carlos sonríe. Amablemente, se despide con su mochila donde va su camping gas. Juan Carlos se va sonriendo. Y reconozco que hay algo que se me escapa en esa sonrisa.
Hoy es el día mundial de los sin techo. Que pasen ustedes un buen día mundial.
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