Sangre de tragedia con sabor a gazpacho
El Brujo cruzó con solvencia el ecuador del Festival de Teatro de Comedias de El Puerto
Me pasa con Rafael Álvarez, El Brujo, lo que con algunos escritores, grupos musicales y directores de cine, y es esa fatigosa sensación de estar leyendo siempre el mismo libro del autor en cuestión, oyendo el mismo disco de la formación musical o asistiendo, con reiteración de Día de la Marmota en aquella cinta de los noventa, a una película que se repite, una y otra vez, aunque con diferente título, actores y argumentos. Descubierta la fórmula, nada mejor que perpetuarla, reproducir copias de copias y mudarse a eso que los “coachs”, y gente por el estilo, llaman zona de confort, porque para qué poner en peligro con aventuras riesgosas el patrón que te procura seguir recibiendo la aprobación admirativa de, sobre todo, tu público. Hay quien defiende, en cambio, que esa pertinacia en horadar siempre el mismo surco, en transitar por la carretera descubierta una vez para la eternidad, es un sello propio, un estilo único e intransferible, la esencia del alma transmutada en forma de quien la imprime en sus producciones, y que no debe traicionar nunca bajo condena por infidelidad, porque es, al fin y al cabo, lo que define su originalísima manera de entender el arte en general y el suyo en particular. Son dos polos antagónicos en los que situarse ante un nuevo libro, disco o película, que finalmente determinará la evaluación del receptor, pues decepcionará a quienes busquen brillos inéditos, aires nuevos o insospechadas posibilidades y, en cambio, satisfará a los que solo esperan seguir encontrándose con su artista de siempre siguiendo sus premisas de toda la vida.
El sábado, 16 de agosto, asistí a la última propuesta escénica de El Brujo, que marcó justo el punto medio de los cinco montajes de abono del Festival de Teatro de Comedias de El Puerto. Lleno hasta la bandera para darse un estimulante baño de lo que fuese en una noche con más grados de la cuenta y todas las expectativas puestas en un actor, que ya tiene 75 años y es leyenda, por méritos propios, del teatro español. Siguiendo las indicaciones de la OCDE, y otros organismos internacionales, Rafael Álvarez retrasa su edad de jubilación una vez más y demuestra así que se puede trabajar más allá de los límites establecidos para señalar el umbral de la existencia productiva, y que el lógico decaimiento físico no tiene por qué suponer la obligatoria retirada de aquello en lo que aún se puede aportar mucho. Y él lo aporta, porque la experiencia y la pasión por su dedicación de siempre parecen impulsarlo sobre las tablas, traerlo y llevarlo con movimientos de muchacho que estuviera debutando, jugar con glotonería infantil y ofrecer, sin perder el latido, noventa minutos de espectáculo muy por encima de sus últimas propuestas. Iconos o la exploración del destino es una investigación muy personal sobre la tragedia griega, que conoce bien y a la que homenajea con la controlada irreverencia que le caracteriza. Repasa Medea, Edipo, Antígona, Hécuba, dialoga con Esquilo, Sófocles, Eurípides, y los trata de tú a tú, trasladando hasta la actualidad el género griego por antonomasia, con oportunos guiños a propósito de personajes y sucesos de ahora, sin que se atraganten las morcillas. La hondura de la tragedia, su potente significado que ha trascendido los siglos, es manejada con respeto por este incansable cordobés de nacimiento que domina el “timing”, intuye las reacciones del público antes de que se produzcan y refresca con humor de aquí la oscura sangre de los inmortales personajes que han marcado buena parte de la cultura occidental. Acompañado del fiel y experto instrumentista de cuerda Javier Alejano, El Brujo regala lo que sabe hacer: un viaje al mejor teatro clásico con parada en él mismo, porque vuelven a hacer acto de presencia su infancia, su padre, su pueblo, y todo ese caudal autobiográfico que, debidamente situado, enriquece el texto. Comparece también su personalidad pintoresca, surrealista casi, cuando reconoce que lleva tantos espectáculos entre manos que a veces empieza haciendo la Odisea y termina con el Lazarillo de Tormes. Achaques de viejo y sinceridad de veterano de la que disfrutó un público que lo tiene bien calado. Hora y media de más de lo mismo para los que quieren y esperan un giro de El Brujo, a estas alturas, y un trozo de noche inolvidable para quienes recibieron, de un actor irrepetible, la misma obra de siempre.
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