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Crónicas del retornado

Sorpresa

A veces surge la sorpresa, aparece algo que nos maravilla. No me refiero a las sorpresas desagradables, que también las hay. Por ejemplo, el recibo de la luz, que ya ha dejado de sorprendernos y se ha convertido en una insoportable rutina para muchos de nuestros conciudadanos incapaces de hacer frente a su desmesura.

Son las sorpresas agradables las que hacen de nuestra vida algo digno de ser vivido. Incluso diría que sin lo sorprendente todo sería tedioso y rutinario. Me alarma que algunas personas (¿muchas?) hayan perdido la capacidad de sorprenderse, la capacidad de maravillarse. Una cultura tendente a la uniformidad, a la planitud, tal vez haya logrado anular esa condición tan importante en los seres humanos.

Una mañana me salgo al patio y compruebo que el jazmín ha soltado muchísimas flores a pesar del frío que hace. ¿No es una sorpresa muy grata? O constato que mi nieto ya es tan alto como su padre. ¿A que no está mal, porque es una sorpresa estupenda? Y el caso es que son hechos que ya conocía, nada novedosos en realidad. No sólo lo insólito puede resultar sorprendente.

Fue el día 19 de este mes de noviembre cuando me correspondió una sorpresa muy grata. Y no fue en una situación rara o insólita, sino en un Instituto de Chiclana, concretamente el Huerta del Rosario. Nada de insólita, porque he sido profesor de instituto durante muchos años de mi vida, pero hacía mucho tiempo que había abandonado esta profesión, años que no pisaba un aula… “Siempre se vuelve al primer amor”, dice el tango. Y volví. Con ocasión de haber sido invitado a dar una charla a los alumnos de bachillerato con el título “Cómo se hace una novela”, invitación a la que accedí de mil amores, pero con algo de preocupación, porque ya he comentado que me faltaba contacto directo con una nueva realidad de la enseñanza.

Por añadidura la enseñanza se está desarrollando desde hace muchos meses bajo el impacto del coronavirus, lo que hacía esperar una situación excepcional en el centro. Y sí, pero el ambiente de serenidad y eficacia lo advertí desde el primer momento. Me recibieron unos conserjes amabilísimos y me condujeron por unos pasillos impecables hasta el despacho de Dirección, donde pude saludar de nuevo a José Manuel, que pilota el instituto con evidente eficacia. Allí me esperaba una persona que no dudaré en calificar de muy especial: Antonio Butrón, el organizador de la charla. Digo excepcional desde varios puntos de vista: Antonio había organizado el acto con una meticulosidad asombrosa; incluso se había molestado en localizar obras mías casi olvidadas por mi mismo. Antonio se había comprado mi última novela y, no solo la había leído, sino que la llevaba consigo llena de anotaciones y comentarios. Estaba claro que Antonio es un lector excepcional y, por consiguiente, un profesor extraordinario.

El ambiente era de momento en momento más acogedor, a lo que contribuyó la presencia de José Luis, ése gran amigo y gran músico, y la de Marga… ¿Qué puedo decir de Marga? Incluso el señor que rige el bar es una persona muy amable; se le ve totalmente integrado en lo que ahora suele llamarse “comunidad escolar”, tanto como las señoras madres de alumnos que me honraron con su presencia en la charla.

No menos prodigiosa fue la charla en sí. Costó un poco romper el hielo, pero luego aquello funcionó como la seda. La sala de usos múltiples estaba atiborrada de alumnos de rostros inteligentes, chicas y chicos guapísimos, aunque enmascarados por imperativo sanitario. Procuré pasarles a los potenciales escritores algunos trucos de novelista, porque recetas no hay o yo no tengo. Escucharon con atención y poco a poco fueron surgiendo intervenciones de todo tipo. Algunas, francamente inquietantes. Por ejemplo que Galdós “lo habían estudiado”, pero no habían leído ninguna obra suya. Pío Baroja también, pero, ante mi total perplejidad, la obra seleccionada por la autoridad académica era “El árbol de la ciencia”… ¡Coño, la misma que se proponía en los remotos años de mi docencia! Por cierto, la más aburrida del fabuloso don Pío. Les orienté un poco hacia otras novelas de mi admirado Baroja. ¿qué menos?

Luego llegó el gran momento en que los chicos comenzaron a contar lo que leían por su cuenta y riesgo, al margen de los programas escolares: Edgar Allan Poe, Las hermanas Bronté, Isaac Asimov… Ahí comenzamos a soltarnos el pelo y a disfrutar de verdad.

Habían participado sólo unos cuantos alumnos, de ahí mi perplejidad cuando, acabada la charla, se montó en torno a mi un gran corrillo de alumnos que querían continuar conversando, discutiendo, opinando. Y dos profesores muy interesantes: Julián, que me trajo la novela par que la firmase en mitad de todo aquel barullo y Macarena, profesora bibliotecaria sin biblioteca, porque la escasez de espacio había obligado a utilizar la biblioteca como aula. Parece ser que las citadas autoridades se dedican más a exigir papeleo inútil, que a procurar los medios indispensables para una buena enseñanza.

Colofón: me lo pasé en grande, creo que todos lo pasamos muy bien.

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