Laurel y rosas

Curro Jaramago y la reivindicación de Pedro Quiñones

La primera vez que oí hablar de Curro Jaramago fue en aquel libro de Félix Arbolí, “Chiclana, entre el mito y la verdad” (1970). Ahí mismo encajó el bueno de Félix un capítulo dedicado a los “Tipos populares”, que eran cuatro: Curro, Rum-bum-bum, Diego Rendón “El Cejitas” y el Nino. “Harapiento y sucio, desgarbado en el vestir y en el andar, cansino en su aspecto, audaz en sus respuestas, bebedor empedernido, despreocupado por todo, ajeno al trabajo. Así era el popular Curro Jaramago”, comenzaba Arbolí una descripción de apenas dos páginas, aunque Francisco Aragón de la Torre (1896-1959), Curro Jaramago, había muerto ya una década antes. “Curro, pese a su forma de vivir, era un gran observador –añadía–. Su filosofía, un tanto «cazurra», era natural, instintiva. No obstante su casi continua embriaguez, su mente era ágil y despejada. Sus sentencias y opiniones, causantes de risas, encerraban en algunas ocasiones una gran verdad, aunque algunos de los presentes, más cerrado de mollera que él, no acertaban a comprender su extraordinaria agudeza”.

Claro, que luego, con los años, todos hemos ido oyendo historias, anécdotas, más o menos graciosas, también entre el mito y la verdad, que más que retratarlo, servían para que nos siguiéramos riendo de él, o eso me pareció siempre. Y que por supuesto daban testimonio de una época –la primera mitad del siglo XX– marcada por la desigualdad, por el hambre y por la guerra civil. Hasta que en 2007, el Ayuntamiento colocó esa estatua de Curro Jaramago en la calle La Plaza mirando hacia la calle Nueva, la trasladó frente a El 22 después y, de nuevo, cruzó el Puente Chico hasta encontrar su lugar en la Alameda del Río. La escultura, obra de José Antonio Barberá, con Curro subido sobre el respaldo de una silla de tijera, sin embargo, permanece con el desdén de muchos de los que pasan ante él y saben quién fue.

Eso es lo que ha observado, Pedro A. Quiñones Grimaldi, quien ha dado a la luz todo un libro, “Ecce Homo. El mundo de Curro Jaramago”, para defender ese monumento y su carácter “simbólico”, porque, en el fondo, libro y escultura son realmente obras contra el olvido. Quiñones relata, por ejemplo, ese hábito de subirse al respaldar de la silla, similar al del gran Charlie Rivel: “La postura de Curro, como un gallo en el palo del gallinero, le subía la autoestima queriendo hacer ver a los demás que él era capaz de estar allí por encima de todos […] o simplemente fue una más de las muchas ocurrencias que este hombre tenía para llamar la atención en sus momentos de euforia y así caer más simpático a su público, a las gentes que él por necesidad se debía, a los señoritos que lo tenían como perrito de circo”.

Quiñones se pasea por El Rincón, por El 22, por La Marina y el bar de Revuelta, para dar un primer esbozo de aquella Chiclana, sobre todo, entre los años veinte y cincuenta, incluido esos otros “dramatis personae”, esos otros tipos populares que dieron aquellos años: desde El tren de la una a Anillito, desde el Cejita a Pepe Pinturas, entre otros muchos. Continúa luego con un breve relato biográfico. “Tampoco Curro escogió la época ni el lugar donde lo pariría su madre, Aurora –escribe en sus primeras líneas–, pero eso sí, en casi todo lo demás que le vino a suceder durante su ajetreada y resignada vida, sí tendría Curro su arte y su parte. ¿Eligió Curro el alcohol, o para él en concreto aquí y entonces era lo más probable que sucediera… y sucedió?”.

Hasta aquí, realmente, Pedro Quiñones construye una larga introducción para llegar a las “vivencias verídicas de Curro y su mundo”, como las denomina, que son casi cincuenta, y sin duda el corpus principal de un libro que suma 316 páginas. No es cuestión, ahora, de elegir una u otra, todas las trata Quiñones con detalle y, muy acertadamente, dándole contexto, más que histórico, realmente antropológico. Todas tienen, me atrevería a decir, su moraleja. Cierra el capítulo acerca de su muerte en el Hospital Mora: “Y así debemos entender que por exigencias del guion que en el reparto que le tocó interpretar durante toda su obra vital, Curro tuvo que poner permanentemente buena cara al escarnio, a los insultos, a los abusos, al desprecio continuado a gente como él –desagradablemente pobre–, al hambre, al frío, a la humedad en los huesos, a la abstinencia, al delirium tremens, al dolor y a aquella muerte, que por fin fue compasiva, se apiadó de él y vino a recogerlo”.

Solo un apéndice, el mismo que Quiñones hace en “In Memoriam”, citando “Los miserables” de Victor Hugo: “Curro Jaramago no es más que una caricatura, una punta del iceberg, que nos hace pensar en quiénes constituían la sociedad de la época y en cómo se vivía entonces –escribe Quiñones–. Para la mayoría de ellos sobrevivir en ese escenario era ya un acto de heroicidad digno de recordar. Pero los miserables no tienen historia. Si para ellos generalmente no hay consideración social ni mención histórica, no hay nada digno de recuerdo, solo la irrelevancia. Ecce homo. He aquí al menos uno de ellos, como triste ejemplo; he aquí esta escultura de Curro para no olvidar lo que representa”.

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