Crónicas del retornado

Cataluña

Cataluña es como se escribe en castellano “Catalunya” y, como estoy escribiendo en castellano, pues eso.

Por estas fechas Cataluña se encuentra en primera plana, porque las elecciones autonómicas se aproximan y también por los líos del Barça con alguno de sus jugadores millonarios. Esta segunda cuestión me trae al fresco, porque el fútbol no me interesa más que para poder hablar del Cádiz con algunos amigotes amarillísimos.

Lo que sí me interesa es la percepción que puedan tener los chiclaneros de los catalanes y viceversa. Tengo la impresión de que en ambos casos hay mucho despiste debido al mero desconocimiento. Lo cierto es que los chiclaneros y los catalanes son distintos, así que me puse a conjeturar qué tendrían en común los unos y los otros, conjetura no menos compleja que la famosa de Collatz. Finalmente di con una solución razonable: la butifarra. A los chiclaneros y a los catalanes les encanta la butifarra. Claro que hay elementos desviantes, ya que los catalanes se comen la butifarra asada con alubias y nosotros nos la comemos cruda. Como entusiasta consumidor de ambas modalidades de butifarra, celebro esta relativa coincidencia.

Respecto a las elecciones, nadie me ha dado vela en ese entierro, y perdonen lo de entierro, pero es que el panorama parece más bien luctuoso por lo que hasta ahora hemos visto y me temo que seguiremos viendo. Sólo mi cuarto de sangre catalana, por parte de abuelo paterno me permite desear que los catalanes tengan el buen criterio de evitar que les dirijan o mangoneen individuos tan poco honorables como los señores Puigdemont y Torra. Lo mismo me pasaba con los estadounidenses en el caso del deplorable Trump, pero con la diferencia de que los catalanes son tan españoles como un servidor, mientras la normativa no diga otra cosa.

Política aparte, mi relación personal con Cataluña es esencialmente buena o muy buena.

Si me remonto a mi infancia, el abuelo Paco, un catalán muy catalán, dejó en mi recuerdos maravillosos. Por ejemplo, me enseñó a leer prematuramente (dijeron). El abuelo Paco era un señor bajito y triponcillo que vestía ternos impecables con su cadena de reloj sobre el chaleco. Se emperró en mantener en casa una tertulia en catalán en pleno franquismo, compraba “La Vanguardia” y se aferraba a tradiciones gastronómicas catalanas con auténtico fanatismo. El abuelo Paco me enviaba a comer un día a la semana a casa de una familia catalana para ver si la inmersión lingüística arrojaba algún fruto en mi persona. No lo consiguió, pero en aquella casa se comía estupendamente.

Fue mucho más tarde cuando establecí una relación muy provechosa con la cultura catalana. Se inició con el manejo de las ediciones bilingües en griego y catalán de Quintino Cataudella, que eran excelentes.

Más adelante coincidí con los miembros de la Escola d’Art Dramatic Adriá Gual, y eso sí que fue toda una experiencia. Gran parte de lo que yo sé de teatro se lo debo a Ricard Salvat, María Aurelia Capmany y, muy en especial, a Pepe Montanyes. No solo eso: me aproximaron a la poesía de Espriú, que me parece deslumbrante, y a otros autores catalanes, lo que me obligó a refrescar mi casi olvidado idioma catalán.

Claro que debo precisar que en aquellos años Cataluña era la región más abierta e internacional de España, todo lo contrario que intentan conseguir los nacionalistas catetos actuales; no todos los nacionalistas, puntualizo: los nacionalistas catetos, importante aclaración.

Divagando un poco, como es mi costumbre, mencionaré a Orwell y su “Homenaje a Cataluña”, una Cataluña que nada tiene que ver con la Cataluña cerril que tanto me molesta. No deja de ser curioso que un partido político trotskista y, por consiguiente internacionalista, fuera la referencia de Orwell en aquella Barcelona combativa. Afirmo mi simpatía por ese extinto partido, que, por cierto, fue barrido por los stalinistas a golpe de asesinato. Ya advertí que iba a divagar un poco.

Siguiendo con anécdota personal, diré que en Cataluña siempre me he sentido muy bien. He ido bastantes veces a Barcelona con diferentes motivos y nunca me he sentido fuera de lugar. También he estado comiendo calçots en Lérida, experiencia encantadora, que te retrae a la infancia por aquello del babero y los churretes. Me gusta andar por Cataluña.

Y qué diré de mis amigos catalanes. A algunos los mencioné más arriba, pero me faltan dos esenciales: Agustín Arquer y Albert Boadella.

Con Agustín escribí un par de libros y aprendí mucho con él, porque era un profesor extraordinario. En Chiclana estaba a sus anchas y se casó con Paloma, una buena idea. Compartimos muchas cosas; incluso intenté sin éxito enseñarle a hacer un caldo medianamente digerible en sus tiempos de soltero. No lo conseguí.

Y nuestro entrañable catalán renegado a la fuerza: Albert Boadella, que últimamente desbarra un poco, pero no por ello deja de ser un maestro del teatro y un personaje entrañable.

Pues sí, me gusta la verdadera Cataluña.

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