El Papa Clemente XII condena la Masonería

La masonería fue considerada enemiga de Europa por congregar a personas de toda religión

Se procedió a la excomunión de sus afiliados como “sospechosos de herejía”

La masonería: de 1812 a la Revolución Liberal

Retrato del Papa Clemente XII.
Retrato del Papa Clemente XII.
José María García León
- Historiador

04 de mayo 2025 - 07:00

Aunque heredera de la llamada masonería ‘operativa’, de centurias inmediatamente anteriores, fue en Inglaterra, a principios del siglo XVIII, cuando empezó a adquirir una mayor dimensión ideológica y organizativa, basándose en unos fines filantrópicos de clara vocación universalista. Dentro, además, de su compromiso entre ley y razón, sus componentes, sin un rechazo expreso a cualquier forma de espiritualidad, siguieron una especie de misticismo de tipo humanitario. Se trataba de conseguir un tipo de sociedad más igualitaria por encima de diferencias, tanto políticas como religiosas, con clara fe en el entendimiento mutuo y el progreso de la humanidad. A todo ello hay que unir toda una serie de ritos y ceremonias, lo que unido a una organización jerárquica por medio de sus grados, causaban en sus componentes un efecto tan atrayente como sugerente.

Estas ideas, algo abstractas, que aspiraban, pues, a lograr un tipo de fraternidad universal, hallaron su primer código identitario en las controvertidas ‘Constituciones de Andersen’ de 1723, consideradas por algunos, poco menos que, como la ‘carta magna’ de la Masonería. En los inicios ya de la Ilustración y con unas bases laicas y antropocéntricas, lo cierto es que dicho documento se acepta generalmente como el inicio de la llamada masonería ‘especulativa’, que básicamente es la que nos ha llegado hasta hoy. A partir de 1730 se afianzó en Francia, donde pronto adquiriría un considerable auge en los años siguientes, extendiéndose luego por los demás países occidentales. Con el tiempo, ese afán universalista no ha supuesto, precisamente, la existencia de una jerarquía universal, es más, ni tan siquiera una vaga estructura federal. La propia masonería inglesa acabaría escindiéndose a mitad del siglo XVIII, para, tras un complejo proceso de reconciliación, acabar formando la Gran Logia de Inglaterra en 1813.

No tardaría la Iglesia católica en reaccionar ante un movimiento que, aunque parecía bien intencionado, no solo escapaba a su control, sino que no acababa de decantarse tampoco por un dogma religioso concreto y que, por si esto no fuera suficiente, parecía diluirse en un vago deísmo. El primer paso lo daría el Papa Clemente XII por medio de su bula ‘In eminenti’ promulgada el 28 de abril de 1738 en Santa María La Mayor, condenando a la masonería como enemiga de los gobiernos de Europa, por congregar a personas de toda religión bajo la excusa de aceptar los deberes de la ética natural en vez de la divina. También su ocultismo, pues “si no actuaran mal, no tendrían un odio tan grande por la luz” Al mismo tiempo, procedía a la excomunión de sus afiliados como “fuertemente sospechosos de herejía”, debiendo de “abstenerse enteramente de estas clases de sociedades, asambleas, reuniones o conventículos”.

Su contenido lo hemos seguido a través de la traducción que el presbítero Manuel María de Arce editó en Sevilla el año 1814 (Imprenta de la Casa del Mar). En el fondo, este pontífice, dentro de las constantes del momento, atisbaba un innegable repudio del librepensamiento, del naturalismo filosófico y de la autoridad en materia de fe. En cambio, curiosamente mostró mucha mayor condescendencia en otras cuestiones, como la autorización de la lectura de la Biblia en lengua vulgar, estimulando también el orientalismo católico. Asimismo, aunque abrumado por la penuria de las finanzas vaticanas, promovió, al igual que otros predecesores suyos, las obras de arte, figurando su nombre en el frontispicio de uno de los monumentos más visitados de Roma, la Fontana de Trevi.

En 1751 el Papa Benedicto XIV, un erudito, promotor del comercio, de la agricultura, así como de las ciencias y que nunca mostró un especial rechazo por la Ilustración, ratificó esta condena en su bula ‘Providas romanorum’, basándose en las disposiciones del Derecho Romano contra los ‘collegia illicita’, si bien poniendo mayor énfasis en su secretismo e ilegalidad que en su contenido propiamente ideológico. También lo harían, más o menos explícitamente, en años posteriores, Pío VII (1814), León XII (1825) y Pío IX (1865). El último sería León XIII en su encíclica ‘Humanum genus’, de 20 de abril de 1884. En la actualidad la masonería, en una sociedad más laicizada, es considerada comúnmente como una sociedad discreta más que secreta,

Finalmente, en cuanto a España, la primera noticia que tenemos sobre la presencia masónica es la relativa al duque de Wharton, que en 1728 fundó en Madrid una logia en la posada Tres flores de Lis, calle de San Bernardo. Este duque, al parecer un aventurero muy en la línea de otros muchos de ese siglo XVIII, acabaría siendo enterrado en el monasterio de Poblet. Pero, obviamente, esa bula de Clemente XII y su ratificación por Benedicto XIV, supondría un serio revés para el arraigo de la masonería en España al menos en esos años. A todo ello hay que unir el decreto de Fernando VI, promulgado el 2 de julio de 1751, en el que, haciéndose eco de las anteriores disposiciones papales, tachaba a la masonería de “sospechosa a la Religión y al Estado” considerando a sus miembros como reos de Estado sujetos a “Mi Real Indignación”.

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