Cádiz

Un obispo que no dejó de ser sacerdote

Sin caer en sensiblerías baratas, hemos de confesar que la noticia del fallecimiento de Don Antonio Dorado Soto nos ha producido una honda pena. En estos momentos somos muchos los ciudadanos que sentimos la amarga sensación de una pérdida y, sobre todo, los amigos a los que se nos avivan y profundizan los sentimientos más auténticos de admiración, de gratitud y de amistad. A lo largo de los veinte años intensos que entregó a Cádiz, su trabajo pastoral produjo un impacto profundo debido a ese talante humano, a esas actitudes sacerdotales y a esos comportamientos episcopales que despertaron en muchos creyentes cariño, admiración y respeto. Su ministerio, exigente y fatigoso, fue una continua referencia a los valores religiosos y una eficaz llamada al compromiso temporal y a la trascendencia sobrenatural.

Don Antonio Dorado Soto nos explicó una lección de Ética, más que con palabras, con su ejemplar testimonio de disponibilidad, de trabajo y de austeridad. Sus comportamientos -sencillos, sobrios y comprensivos- nos transmitieron un claro mensaje de humanidad. Y es que, entendiendo las situaciones concretas de cada una de las personas, aguardaba pacientemente la maduración de los proyectos pastorales y, esperanzado, confiaba en la fecundidad de los esfuerzos humanos. Fue claro en la exposición doctrinal y firme en la aplicación de los principios evangélicos. Sus esfuerzos por dar una explicación global y coherente a la vida humana representaron una aportación valiosa al desarrollo espiritual, cultural y social de la Diócesis porque anunciaba el Evangelio sin agresividad alentando la religiosidad popular y exponiendo con claridad las exigencias éticas y sociales derivadas de la dignidad de la persona y denunciando con serenidad las situaciones injustas. Sin insolencia ni miedo, cuestionó las conductas incoherentes y descubrió el gran vacío de una sociedad que, en gran parte atrofiada y empobrecida, estaba entregada a un consumismo insaciable. Su mente lúcida y su palabra rigurosa y oportuna -sus silencios discretos y prudentes- nos revelaron el alto nivel de su calidad humana, de su sensibilidad cristiana y de su compromiso sacerdotal. Y es que, don Antonio Dorado Soto ha sido obispo sin dejar de ser sacerdote, cristiano, hermano y amigo. Por eso nos inspiró un profundo respeto, porque siempre supo respetar a todos, alentando la fe en Dios, creyendo en los hombres y, por eso ganó la confianza confiando en los demás. Que descanse en paz.

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