IX Congreso de la Lengua Española

No diga alcachofas, diga alcauciles

Un muy completo plato de alcauciles con chícharos.

Un muy completo plato de alcauciles con chícharos. / Julio González

Las palabras alimentan y las letras se comen. Más allá de la peculiar forma de hablar, con el cada vez más generalizado participio apocopado o con la supresión de las eses y las zetas finales (Cadi, sin ir más lejos), el lenguaje gastronómico es tan digno de estudio y atención como cualquier otro conjunto de vocablos profesionales, científicos, técnicos o futbolísticos. El habla gastronómica es en España tan variada como lo es la propia condición culinaria de cada región, cada provincia e, incluso, cada localidad. Y Cádiz no iba a ser menos. Sin entrar en afirmaciones categóricas de palabras originarias, propias o exclusivas de la provincia gaditana, que las habrá pero cuya confirmación requiere una investigación profunda que sobrepasa el objetivo de este texto, repasaremos aquellos términos o expresiones que pudieran ser más genuinos de Cádiz: desde los que surgieron aquí y en la tierra se quedaron, aunque también se exportaran, hasta los que vinieron de otras latitudes donde finalmente se perdieron mientras que aquí permanecieron, o permanecen, en nuestra manera de nombrar platos, ingredientes o preparaciones. Palabras que están en el diccionario oficial (alcaucil) y otras que no (babeta), calificativos personales derivados de alimentos (choco) y hasta palabras que en su día fueron extranjerismos y que ahora nos parecen más gaditanas que la Caleta (paniza). Porque hay diferencia, a qué negarlo, entre zamparse un plato de alcachofas con guisantes y comerse otro de alcauciles con chícharos. Es lo mismo, claro, pero no suena igual.

Hacemos este recorrido de la mano de dos expertos de los fogones gaditanos, de sus recetarios y productos, como son los gastrónomos de cabecera Pepe Monforte y Manuel Ruiz Torres, sin dejar de mirar algo más que de reojo al ‘Habla de Cádiz’ del indispensable Pedro Payán, que recoge una buena ristra de palabras relacionadas con la cocina, con sus sabores y sus ricos saberes.

Pero al primero que recurre Ruiz Torres cuando se le pregunta por el vocabulario culinario gaditano es al asidonense Mariano Pardo de Figueroa, conocido como Doctor Thebussem y que con sus conocimientos gastronómicos logró que el lenguaje culinario se fuera ‘colando’ en el diccionario de la Real Academia con palabras recolectadas del uso cotidiano y que han ido enriqueciendo desde hace siglos esa gran despensa que es el vocabulario de la lengua española. En la edición de 1899, por ejemplo, logró que se incluyera la palabra freiduría y que en el término solera, referido a los vinos, se eliminara en su definición la zona geográfica que entonces los académicos limitaban al onubense condado de Niebla. Con otros términos, el escritor de Medina no tuvo tanta suerte, lo que criticó en algunos de sus artículos. Incluso llegó a escribir un glosario gastronómico con más de 600 palabras relacionadas directamente con la cocina o que empezaban a servir entre el pueblo para calificar, más bien para descalificar, a las personas: aguachirle, rodaballo (un insulto en desuso), pastelero, gallina, cochino, puerco... Con el tiempo, estas y otras muchas palabras, con sus nueva acepciones, fueron apareciendo en el diccionario de la RAE gracias a su personal empeño.

En cuanto al vocabulario gastronómico gaditano, propiamente dicho, Ruiz Torres y Monforte coinciden en destacar algunas palabras o expresiones que, surgidas en los fogones, se hicieron populares en la población y que o bien se crearon aquí o se adaptaron desde su lugar original de procedencia y pasan por ser gaditanas porque “se quedaron aquí y el pueblo las asume como parte de su identidad”, apunta Manuel Ruiz.

Así, se encuentran babeta, ese “fideo ancho” que fue un legado de los genoveses y de las numerosas fábricas de fideos que había en la ciudad; ultramarino, una “palabra preciosa” cuya creación Ruiz Torres sitúa en Cádiz a partir de la relación comercial con ultramar, o una de las más populares, paniza, un extranjerismo en su día que llegó para quedarse de la mano de una receta también genovesa y que fue derivando hasta la actual masa de harina de garbanzos, agua y sal que se toma frita y cuya elaboración ante el fuego computa por varios ejercicios de gimnasio para fortalecer los bíceps en el gimnasio. En una variante, la masa se puede aliñar a taquitos, sin freír, en ese genuino plato de peculiar nombre: huevos de fraile.

Y Pepe Monforte añade cucurruíto (aquello que está crujiente por fuera), mijita, piriñaca, bujío, bache o su sinónimo y antecedente, actualmente casi en desuso, valdepeñera.

También están esas palabras que significan cosas distintas según el lugar en el que se empleen, un grupo en el que alcaucil y chícharo cobran ventaja. Aparecen en el diccionario incluso con el significado que se les da en Cádiz, pero que cambian de sentido apenas unos kilómetros más allá. Como chícharo, que en Sevilla es el garbanzo, como recuerda Manuel Torres, y en Cádiz es el guisante, dos acepciones recogidas por la RAE. Como denominar alcaucil a la alcachofa silvestre (también en el diccionario), que en Cádiz se reserva, sobre todo, para esa variedad cuaresmal tan preciada llamada romanos, los alcauciles romanos.

Un apartado especial merecen los productos del mar, pescados y mariscos que de forma generalizada se llaman de maneras tan distintas en zonas marítimas españolas y que en Cádiz cuentan también con denominaciones particulares: es el caso del tapaculo (también conocido como putitas en cuero), bocinegro (pargo), sapo (rape), pollo (como destaca Ruiz Torres que se denomina en el Campo de Gibraltar a una especie de gallineta pequeña) o malarmao (una denominación portuense que Monforte ratifica: “Es verdad, es un pescao pa’echarlo de feo, como si fuera de hace 3.000 años, y que sabe como a marisco”).

Y, finalmente, un mínimo espacio en esta alacena de palabras para términos relacionados con la cocina y los alimentos y que se usan como apelativos, generalmente negativos, a la hora de calificar a las personas. Ser un babeta, por ejemplo, o un choco, sinónimo de ser un jartible a más no poder.

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