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Tribuna de la Historia

Cuando el mar se comió las murallas de Cádiz

  • En el invierno de 1915 el océano, que con su fuerza ya había destrozado varias veces las pétreas defensas del sur de la ciudad, pareció querer tomarla y engullirla en sus aguas para siempre

Socavón en la Alameda Apodaca. Enero de 1912.

Socavón en la Alameda Apodaca. Enero de 1912. / Iglesias

En 1915, durante los temporales de aquel invierno, el mar, que con su fuerza y su cósmica constancia ya había destrozado en varias ocasiones las pétreas defensas del sur de la ciudad, pareció que finalmente había decidido tomar Cádiz y engullirla en sus aguas para siempre. Algo que, además, sucedía en unos tiempos de grave crisis económica y social, con las familias obreras de toda la provincia pidiendo trabajo y auxilios de subsistencia ante las puertas de los ricos y las instituciones.

A finales de enero de aquel año, por el Campo del Sur, el mar empezó a destrozarlo todo con una fuerza inusitada. La muralla, de piedra ostionera, de frágil y avejentada estructura, y ya muy castigada desde sus cimientos, empezó a ceder y venirse abajo por múltiples puntos. Solo por el miedo a que ello pudiera pasar en alguna ocasión, las viviendas de aquella zona eran pobres para gente pobre, pero como la ciudad era de tan escaso suelo también por aquellas zona había valiosos edificios públicos, como el cuartel de San Roque (guardando el poniente de la muralla de Puerta de Tierra), el Matadero, la Cárcel Real, las baterías de San Miguel y de San Nicolás, la Plaza de Toros y, sobre todo, la Catedral. Pero es que si el mar era capaz, como parecía, de sobrepasar aquella muralla de seguridad, en cuya construcción la ciudad había invertido muchos de los capitales históricamente recaudados cuando era puerta de la América española, entonces su triunfo estaba prácticamente asegurado. Solo tendría que bajar a borbotones arrasándolo todo en cuesta abajo hasta las mansas aguas de la Bahía.

Cádiz no sólo estaba junto al mar, sino que era un trozo arrancado al mar, a sus escolleras de piedra ostionera

Aquella circunstancia no era solo un fenómeno natural y ya se sabía. Para construirse la ciudad de Cádiz, sus casas, sus baluartes, sus murallas y sus edificios públicos, como para la construcción de cualquier otra ciudad antigua, se había recurrido a las piedras y los materiales de su entorno físico, a aquellas escolleras marinas de piedra ostionera que bordeaban el promontorio en que la ciudad se asentaba, y que servían de barrera natural, filtro y amansamiento de las olas que al acantilado del Sur se dirigían empujadas por los vientos y las mareas. Cádiz no solo estaba junto al mar sino que, en gran medida, era “un trozo arrancado del mar”. En una contradicción flagrante, la ciudad se había construido con los materiales del entorno marino que podrían hacer perdurable su físico asentamiento. Un problema que cuando se percibió con claridad y se prohibió la extracción de piedras del arrecife, ya era tarde. En años en que no se podía romper esta contradicción con soluciones tecnológicas.

Esta circunstancia del debilitamiento de las zapatas ya había dado la cara, en enero de 1912, con destrozos en la muralla (tras el cuartel de San Roque y la batería de San Miguel) y un gran socavón por la Alameda Apodaca; pero el 27 de enero de 1915 el carabinero de servicio en el Campo del Sur ya observó y dio la alarma sobre un gran boquete que los fuertes embates del mar habían causado en la batería de San Nicolás (situada detrás de la Plaza de Toros) y tras este, el 4 de febrero, se produjo otro socavón de más de 30 metros a espaldas de la corraleta del Palacio del Obispo, tras la Catedral.

Centenares de personas se desplazaron al Campo del Sur a ver lo sucedido y a comprobar, desconcertados y temerosos, como un rabioso mar de leva que no paraba lo estaba destrozando todo. Las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, sin medios e incapaces de adoptar medidas que paliasen la situación, empezaron a remitir informes y pedir auxilios a las más altas instancias del Estado. Pocos días después, a estos destrozos ya se sumaban otros grandes socavones en la muralla a espaldas del Matadero y la Cárcel, la batería de San Miguel presentaba importantes brechas y la de San Nicolás ya estaba en inminente ruina.

En aquellos momentos de temor, incapacidad y desconcierto, se erigió la figura del ilustre ingeniero jefe de obras Públicas D. Enrique Martínez, que empezó a mandar a Madrid, a las más altas autoridades de Obras Públicas y Fomento (de las que las murallas eran responsabilidad), informes precisos, fotografías, proyectos y solicitudes de fondos con los que emprender actuaciones urgentes que frenaran aquellas temible situación. Un ingeniero que se ganó el respeto y la admiración de las autoridades locales y del que dijo Alfonso XIII, cuando visitó Cádiz el 15 de marzo de aquel año, “quisiera yo tener en España 49 ingenieros como este”.

"El rincón fenicio, treinta y cinco veces centenario [...] ¿iba a desaparecer? Desgraciadamente, sí"

Por aquellos días y estando la ciudad en tales circunstancias, pasó por Cádiz Eduardo Zamacois y Zabala (1873-1971), un escritor español, nacido en Cuba, krausista, librepensador y republicano, que viajaba por la antigua Al-Ándalus para tomar datos con los que elaborar su libro De Córdoba a Alcázarquivir, cuyo capítulo 25 precisamente tituló El beso del mar. Un texto muy poco conocido, de gran categoría literaria, del que no puedo más que extraer algunos párrafos:

“Hace algunas semanas, la noticia de que las murallas de Cádiz habían comenzado a hundirse, produjo en España extraordinaria sensación. ¿Cómo?...El rincón fenicio, treinta y cinco veces centenario, elegido por Amílcar Barca para cuartel de sus tropas; la ciudad que escuchó los pasos de Julio César y sufrió la furia inglesa del conde de Essex; el jardín sagrado donde se juró la Constitución y en el cual, años más tarde, dio Topete un grito a la libertad que se oye todavía, ¿iba a desaparecer?... Desgraciadamente, sí […] Vista desde el piélago, la ciudad gaditana parece hundida entre las olas. Cuando la tormenta ruge y el huracán sopla del tercer cuadrante, las espumas de las resacas salpican los edificios, y la península parece vibrar dolorosamente sobre sus cimientos. A Cádiz, azul y tranquila; a Cádiz la blanca, poco a poco el mar la oprime y como a una novia se la come a besos” […]

“La roca se usa, se gasta, se pule, se rompe [...] representa a la derecha [..] La ola no, nace para estrellarse y cuando muere, otra surge y por eso vence”

“El derrumbe ha empezado por la muralla tras la Catedral y demás fortificaciones que enfrontan el Campo de Sur. No es esta la primera vez que en tal sitio el Océano le gana una batalla a la costa […] Porque la tierra siempre es la misma, la tierra envejece; mientras el mar, como se renueva permanentemente, tiene siempre la vehemencia destructora, el ardor fresco y hambriento del primer asalto. La roca se usa, se gasta, se pule, se rompe; la roca representa la derecha en la “política cósmica”; la roca es conservadora. La ola, no, la ola nace para estrellarse; una ola no pelea dos veces; cuando una ola muere otra surge; las olas son el impulso, la movilidad, la juventud; por eso vence: porque el mañana es de la juventud” […]

“Acompañados del ingeniero jefe Sr. Martínez hemos ido a ver esta nueva y dolorosa victoria del mar […] Tenemos, de consiguiente, la inmensidad del piélago a la espalda y delante el abismo profundo de doce metros del terraplén que acaba de hundirse entre la falsa braga y la muralla primitiva que sirve de cimiento a la Catedral. Cinco mil metros cúbicos de tierra cabrían en el socavón, por momentos más ancho y hondo. Al frente, formando un tajo a plomo, aparecen los basamentos de la Catedral, y sobre su negrura húmeda, el templo nuevo alegre, blanco, en la claridad gris de la tarde, como una muela que tuviese intacta la corona y la raíz podrida […] el trágico boquete tiene la expresión latiente de una herida. En su obscuridad, las aguas brillan con el color acerado y cruel de las espadas y en su afanar son inteligentes como manos y codiciosas como raquetas. D. Enrique Martínez me dice que para reparar este derrumbe y otros no menos trascendentales son indispensables diez años de trabajos y tres millones y medio de pesetas” […]

“La mar, que muerde sin descanso las rotas murallas, produce desprendimientos interiores, caídas sigilosas, huecos arcanos donde, de pronto, se desplomará la superficie, segura en apariencia, del suelo. La tierra, por momentos se resquebraja y demuestra ceder bajo nuestros pies. Hay que rendirse, hay que huir del borde. La curiosidad sin embargo nos retiene allí: los boquetes tras el Matadero son cinco y se hallan separados por inseguros tabique de tierra que pronto se hundirán” […]

La 'solución tecnológica' de los bloques de hormigón como parapeto data de 1949. Y ahí siguen

“Largo rato observamos el duelo de la costa y del mar. Las ondas voraces se aproximan; de pronto, al pie del reducto, se detienen, retroceden un poco, se hinchan y cargan de nuevo. Oímos el golpe. La masa líquida, al estrellarse, se deshace en espumas que, por su blancura y forma, parece la humareda de un cañonazo. La muralla gime; el agua que moja su cantería parece sangre” […]

“El cielo se oscurece por instantes y el mar se mancha de violeta. El sol, escondido tras la densa franja de nubes, tiene una agonía dolorosa, roja y magnífica” […] De regreso al Hotel Victoria, donde me hospedo, he leído varios diarios locales que publican noticias desgarradoras de la terrible miseria que asola la provincia. No hay pan. Los hombres, hambrientos, piden trabajo y la impresión de los socavones ha venido a mi memoria. En esa obra de diez años que costará al Estado tres millones y medio de pesetas, miles de obreros tendrán ocupación. El hundimiento llegó a tiempo; hay desgracias oportunas. Estos hoyos son tan grandes, tan hondos, que el hambre de Cádiz puede enterrarse en ellos”.

Tras décadas de desigual pelea frente a un mar todopoderoso, desatendidas en muchas ocasiones las reclamaciones que a los gobiernos de la Nación hacían desde Cádiz las instituciones y las autoridades locales, en 1949 (en pleno franquismo y entre las actuaciones de recuperación emprendidas tras la explosión de 1947) llegó la “solución tecnológica” de los bloques de hormigón como parapeto de las históricas murallas. Situación en la que anacrónicamente aún nos encontramos en Cádiz, como si no hubiese pasado el tiempo, como si la antigua muralla no fuera ya un patrimonio de gran valor histórico que hay que restaurar, conservar y (en la medida que sea posible) lucir.

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