Coronavirus en Cádiz

Vecinos de tapia

  • Una docena de parejas y familias están pasando el confinamiento en Cádiz en sus caravanas, tres de ellas junto al cementerio

Federico, con su guitarra, en su furgoneta

Federico, con su guitarra, en su furgoneta / Lourdes de Vicente

Hacerse con un autocaravana es un símbolo de independencia, una autoafirmación de la libertad, de romper barreras, de eliminar fronteras, de no soy de ninguna parte, de hoy aquí y mañana ya se verá. Uno se compra una autocaravana para deshacerse de reglas, de rutinas. No se compra uno una autocaravana para quedarse atrapado junto a una tapia de un antiguo cementerio.

El cementerio de San José en Cádiz también tiene su simbolismo, más en estos tiempos. Detrás de esos muros buscan bebés robados, los arqueólogos rastrean huesos de fusilados de la guerra civil. Los niños de aquella guerra civil son las víctimas de hoy de esta pandemia. Como sus mayores de la guerra, hoy muchos de los que fueron entonces niños mueren sin despedidas y sin duelos. Mueren anónimos y su destino es una morgue de hielo.

Los grafitis de barcos encallados en la tapia del cementerio ocultan lo que hay en el interior. Marcan la frontera. En el exterior, cuando llega el buen tiempo, la zona de abanono, el parking improvisado, se puebla de autocaravanas para pasar el verano junto a la playa urbana más grande de Europa.

Cualquier Martes Santo de cualquier año, con el sol alto como hoy, con el mar agradable que ha dejado por la noche una selva de algas en la orilla, sin rastro de los fenómenos costeros que marcan los satélites, esa playa estaría hasta la bandera. Hoy la bandera es roja y el parking improvisado, que estaría lleno de autocaravanas, tiene numerosos huecos. De hecho, autocaravanas había hace un mes, preparándose para la temporada, cuando nadie esperaba que fuera a pasar lo que ha pasado. En cuanto intuyeron que iba a pasar lo que ha pasado, las caravanas arrancaron y se marcharon hacia el norte, buscando un confinamiento más confortable. En todo Cádiz se pudieron quedar una docena de caravanas, la mayoría de ellas en Cortadura. Dentro del casco urbano se quedaron tres. Son los tres vecinos de la tapia del cementerio.

Yolanda y Raúl lo son a medias. Yolanda es gaditana y últimamente no ha tenido mucha suerte con sus trabajos. Trabajaba en la piscina cubierta de Cortadura y a la piscina le empezó a llover encima. Cádiz se quedó sin piscina cubierta, o más bien con una piscina cubierta de goteras, y entre que la arreglaban y no la arreglaban, Yolanda se buscó otro trabajo como monitora de excursiones del Imserso. Durante meses viajó con los abuelos hasta que les dijeron a los abuelos que quietos en casa. Y Yolanda se volvió a quedar sin trabajo y con el reconcome de si había contraído el virus. “Ya ha pasado más de un mes y parece que va todo bien”, nos cuenta mientras almuerza en el interior de la caravana con su pareja, Raúl.

Raúl es sevillano, técnico de emergencías del 112, aunque ahora trabaja como liberado sindical, “con el teléfono siempre abierto”. Ambos divorciados, viviendo entre Sevilla y Cádiz, pensaron que una caravana sería su punto de encuentro. Ahora es el lugar en el que duermen. De hecho, casi les hemos encontrado por casualidad. Los días lo pasan en casa de la madre de Yolanda, que está enferma. La rutina del confinamiento es levantarse en la caravana y salir camino de la casa de la madre de Yolanda, encontrarse con la policía y explicarles a dónde van. Por la noche, volver a la caravana y explicarles de dónde vienen. Ese es el motivo por el que no conocen mucho a sus dos vecinos de tapia.

Su vecino más cercano es Federico, guitarrista de jazz de Lyon, que a lo del flamenco no le acaba de coger el tranquillo. Es músico callejero, con lo que también se ha quedado sin trabajo, aunque no parece preocuparle mucho porque llegará el momento en que vuelva a tomar las calles con una guitarra chulísima que exhibe con orgullo. Ahora aprovecha el encierro en su furgoneta para mejorar con la trompeta. En un espacio tan reducido también cuenta con un teclado. No necesita muchas más cosas. Un hornillo y algo que podría ser una cama. No escucha la radio “porque están todo el rato hablando del coronavirus” y tampoco tiene televisión. “Tengo algunas películas, pero tampoco soy yo mucho de películas. Cuando los días se me hacen largos cojo el teléfono y llamo a los amigos”.Para asearse aprovecha las duchas de la playa. Es el único tránsito que le permite la policía. Cruzar la calle para pisar la playa (es de las pocas personas que en estos días puede hacerlo) y coger algo de agua potable.

“Llevo tres años en España", cuenta en un excelente castellano. "Vivía en Granada y fue allí cuando me decidí a vivir en una furgoneta. El invierno es mejor pasarlo en Andalucía, pero no en Granada, y en verano soy más de subir al norte. Así que me monté en este estilo de vida en el que necesitas poco para vivir y en el que tengo tiempo de sobra. Ahora más”.

Le pregunto si no se sintió tentado, cuando vio cómo se ponían las cosas en España, de regresar a Francia. “¿Qué iba a hacer yo en Francia? ¿Volver a vivir en la casa de mi madre? Y fíjate, hablo con mis amigos en Francia y están igual que nosotros aquí. Bueno, que a ellos les dejan salir a correr una hora al día alrededor de casa. No hay mucha diferencia. No, no tuve duda de que pasaría el confinamiento en mi furgoneta y ya que estaba en Cádiz, pues me quedo en Cádiz. Llevo ya unas semanas y no me va mal, me apaño bien y, de vez en cuando, pues me acerco a ver a mis vecinos”.

Sus vecinos son José Antonio y Alexandra, él de Jaén y ella de Rusia, dos jóvenes universitarios que se ganan la vida dando clases telemáticamente mientras terminan sus carreras y que en verano se dedican a la animación en cualquier lugar turístico que les pille. Él cursa Relaciones Laborales en la Universidad de Cádiz y ella está a la espera del título de traductora de inglés en una universidad rusa.

Tomaron la decisión de comprarse una autocaravana hace poco tiempo, el pasado enero, “porque nos salía mejor que irnos a vivir de alquiler”. Y aquí viven. Su idea era moverse mucho, pero desde que se han comprado la caravana no se han movido del mismo sitio. “Nos pilló esto y aquí nos hemos quedado”. Son nuevos en esto de vivir en caravana, pero no se sienten incómodos ni apretados. De hecho, lo hacen de tal manera que cada uno tiene su lugar para trabajar.

Con lo único que tienen algo de problema es con el depósito del agua, que cogen de la playa en un paseo diario con el que la policía es tolerante. Y con el vaciado del baño, el pot.

Los planes de Alexandra pasaban por Rusia. “Íbamos a ir, pero cerraron las fronteras. Durante un tiempo yo hubiera podido ir, pero José no hubiera podido entrar y yo no hubiera podido salir. Ahora tampoco yo puedo entrar, por lo que habrá que esperar. En mi país han sido muy estrictos. Con 80 casos lo cerraron todo y parece que no les va mal. No tienen tantos casos como aquí”.

Se preguntan si la policía les dejará hacer un corto desplazamiento. “Nuestra idea sería movernos un poco más allá de Cortadura, donde nos dicen que hay una pequeña colonia de caravanas, pero luego no sé cómo lo harán para ir al Mercadona y eso. Mientras decidimos qué hacemos y qué no pues seguimos aquí preparando el curso, que a ver cómo termina”. Jóvenes y enamorados, no parecen necesitar gran cosa para ser felices.

Es la vida en las caravanas confinadas, la vida al otro lado del cementerio.

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