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Cádiz

Último garrote vil, al amanecer, en la cárcel del Campo del Sur

YER tuvo lugar la ejecución en la Cárcel Real, mediante garrote vil, del reo Silverio Sepúlveda, condenado por dos asesinatos. Todas las autoridades de la provincia encabezadas por el obispo, José María Rancés, habían solicitado al Gobierno el indulto del reo por considerar que era un baldón para Cádiz el que se ajusticiara a un preso. El Ayuntamiento acordó constituirse en sesión pública para solicitar el indulto al presidente del Consejo de Ministros, Moret, pero todo fue inútil.

Silverio había sido condenado por el asesinato de un anciano en Tánger al que robó y mató a puñaladas. Posteriormente había asesinado a un labrador en Cuenca. La estancia del reo en la prisión de Cádiz duró 22 meses y durante ese tiempo estuvo atado a la pared, dada la gravedad de los delitos y de la pena impuesta. La llegada del verdugo de Madrid a nuestra ciudad estuvo presidida por una enorme expectación, pues hacía muchos años que no se ejecutaba a nadie y no había verdugo en toda la provincia. El encargado de ejecutar la sentencia llegó a la estación de la Segunda Aguada con las macabras herramientas y marchó de inmediato a la Cárcel Real para alojarse hasta el cumplimiento de la pena. El verdugo, ajeno a cualquier preocupación, cenó opíparamente con media botella de Valdepeñas. Mientras tanto, el Presidente de la Audiencia y tres magistrados leyeron al reo la sentencia de ejecución y ordenaron su ingreso en capilla. Al preso se le ofreció cenar lo que apeteciera, pidiendo sopa y pescado empanado. Se le ofreció una copa de Jerez que bebió afirmando que nunca había tomado algo tan rico. El obispo Rancés confesó a Silverio y le entregó un crucifijo para que lo llevara durante su ejecución. El condenado dijo a los presentes que en el cielo pediría por Cádiz y por los gaditanos pues se habían portado muy bien con él. Llegada la hora, el reo salió al patio central acompañado de los sacerdotes y de los hermanos de la Caridad.

Todos se arrodillaron en derredor del banquillo excepto el capellán de la cárcel, que lloraba desconsoladamente. Tras los últimos rezos, los médicos se acercaron al cuerpo de Silverio notando que no tenía pulso.

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