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La Iglesia ante el nuevo orden constitucional

  • La Carta Magna de 1812 proclamaba que la religión de la Nación “es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana”, pero a partir de 1820 se enconaron las relaciones con el Estado

El enfermo por la Constitución. Grabado anticlerical (1821).

El enfermo por la Constitución. Grabado anticlerical (1821).

La Constitución de 1812 especificaba que la religión de la Nación española “es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera”, debiendo estar protegida por las leyes. Con ello se proclamaba abiertamente, sin ningún género de dudas, el carácter confesional de nuestra Constitución, a diferencia de la francesa de 1791 de marcado laicismo, con la subordinación de la Iglesia al Estado, la supresión de instituciones educativas religiosas y la libertad de cultos.

Monseñor Cienfuegos y Jovellanos, obispo de Cádiz (1819-1824). Monseñor Cienfuegos y Jovellanos, obispo de Cádiz (1819-1824).

Monseñor Cienfuegos y Jovellanos, obispo de Cádiz (1819-1824).

Incluso uno de los diputados liberales más escéptico en materia religiosa de las Cortes, Mejía Lequerica, mostró muy claramente su confesión de fe: “no queremos otra que la que felizmente existe, que es la católica”. Algo más calculada sería la postura del sacerdote y diputado Diego Muñoz Torrero, primer valedor del principio de soberanía nacional, quien, ante la insistencia de cuantos querían otorgar a la Constitución un marcado matiz religioso, alegó que en ésta sólo se consideraba a Dios como origen y fundamento de la propia sociedad. Aún así, este espíritu religioso no impidió medidas de recelo hacia la Iglesia como el no restablecimiento de las órdenes religiosas, suprimidas por Bonaparte, o los artículos reguladores de la enseñanza. Con todo, la cuestión religiosa tuvo una gran relevancia en aquellas Cortes, estando presente en casi todos los debates importantes, unas veces como problema dogmático y otras como asunto político.

En cambio, entre los más acérrimos partidarios de las prerrogativas de la Iglesia, se defendía la preeminencia del poder del Papa, dado que el sistema monárquico establecido por Dios era intangible, e igualmente se rechazaba cualquier tipo de innovaciones. Tampoco la propia marcha de la guerra era indiferente a la cuestión religiosa, dándole un marcado carácter de cruzada nacional frente a los “impíos” franceses. Es más, tras los reveses bélicos, siempre se proponían rogativas y todo tipo de preces, junto a la condena de actos considerados escandalosos a los ojos del dogma.

Diego Muñoz Torrero. Diego Muñoz Torrero.

Diego Muñoz Torrero.

Esta, llamémosle, ambigüedad en materia religiosa, se trocó en terminante postura cuando se abordó una de las cuestiones más controvertidas como fue la abolición de la Inquisición, formalmente suprimida el 22 de febrero de 1813, tras arduos e intensos debates parlamentarios. En realidad, era un gesto más de cara a la galería por parte de los liberales que realmente efectivo, habida cuenta de que por entonces el Santo Oficio se hallaba prácticamente suspenso en sus funciones, haciendo gala, además, de una manifiesta laxitud. Sin embargo, el impacto que causó en la opinión pública fue considerable, dando lugar a enfrentamientos entre las autoridades civiles y religiosas. Cuando la Regencia, a propuesta de las Cortes, acordó que en todas las iglesias gaditanas los párrocos leyeran públicamente el decreto de abolición, éstos, en claro desafío, se negaron. El creciente malestar creado, se saldó con la expulsión del Nuncio Pedro Gravina, acusado de “conducta sediciosa”.

Las tensas relaciones Iglesia - Estado.

Tras volver Fernando VII en 1814 y ejercer el poder como monarca absoluto, la Iglesia, amparada por la Corona, tomó nuevo impulso decidida a recuperar buena parte de sus prerrogativas perdidas durante la etapa anterior.

Lo cierto es que, declarada la igualdad legal de todos los españoles en 1812, las Cortes habían ido recortando los privilegios del estamento eclesiástico, quedando, sobre todo, seriamente tocado el clero regular al prohibirse que hubiera en una localidad más de una casa de la misma orden o congregación y suprimirse los conventos con menos de doce profesos. En consecuencia, la reacción supuso una vuelta al orden anterior, siendo elevados al episcopado sacerdotes que se habían destacado por sus posturas antiliberales, al tiempo que se perseguía y castigaba a los clérigos liberales más conspicuos. Asimismo, volvió la Inquisición bajo el nombre de Tribunales de la Fe, poniendo especial empeño el Rey en ello como un instrumento útil para la represión.

Tras la revolución de 1820, gran parte de esta problemática no tardaría en resurgir durante el Trienio Liberal, si cabe, con mayor enconamiento. En principio, no podemos decir que las relaciones Iglesia-Estado entraran en conflicto de inmediato, expresando el nuevo Nuncio, Giacomo Giustiniani, que en modo alguno la Santa Sede se oponía al nuevo régimen constitucional. En realidad, más bien se trataba de guardar las formas como un mal menor ante un régimen, que para el clero ya empezaba a despertar toda serie de suspicacias. Conviene aclarar que durante el Trienio la Iglesia en España, al igual que en Austria o Portugal, no cambió esencialmente sus estructuras, al contrario que en Francia o Bélgica, donde sí se dejó sentir la huella de la ilustración reformadora o de la política eclesiástica napoleónica.

Artículo 12 de la Constitución de 1812. Artículo 12 de la Constitución de 1812.

Artículo 12 de la Constitución de 1812.

Como era de esperar, progresivamente estas relaciones se fueron deteriorando por medio de una serie de disposiciones (reforma de regulares, expulsión de los jesuitas, desamortizaciones...) induciendo a la Iglesia a adoptar a una postura distante, cuando no enfrentada, en el marco de unas muy tensas relaciones. Buena prueba de ello fue la negativa del Papa a aceptar, como Embajador de España, al prestigioso sacerdote Joaquín Lorenzo Villanueva, diputado liberal que fue en las Cortes de Cádiz. ncluso, cuando el Gobierno propuso al ya mencionado Muñoz Torrero como Obispo de Guadix, la Santa Sede no concedió el preceptivo “placet”, suponiendo esta negativa un serio punto de inflexión en la política regalista de los gobiernos liberales y su pretendido control de las autoridades religiosas. En consecuencia, ante estos contratiempos, el Gobierno respondió airadamente con la fulminante expulsión de España del Nuncio Giustiniani.

Pero, como ya hemos señalado, en los primeros momentos del Trienio la Iglesia adoptó una postura transigente, tratando de adaptarse con más o menos sinceridad a la nueva situación. Junto a las fiestas y actos conmemorativos, en Cádiz se sucedieron los tedeums, sermones solemnes y las llamadas de los sacerdotes a sus fieles aconsejándoles a convivir “bajo el dulce imperio de la Constitución”. El 20 de mayo de 1820 se dictó un decreto por el que los obispos debían escribir pastorales favorables a la Constitución, con su consiguiente explicación por los párrocos los días festivos. Desde el Obispado gaditano se hizo saber a sus sacerdotes dicho decreto, recordándoles su exacto cumplimiento y aconsejándoles “no mezclar las discusiones políticas por ser ajenas a la cátedra de la verdad”.

Pero los primeros enfrentamientos directos vinieron más bien por parte del clero regular, en buena medida por las críticas constantes del siempre díscolo Clararrosa, un clérigo revolucionario muy peculiar, que se burlaba de los Capuchinos de Cádiz, “tribu barbuda y piramidal”, y de paso arremetía constantemente contra su Padre General, al que acusó de “hereje dogmatizante, que fundaba en la infalibilidad de los Papas la propia de su congregación, juzgando por lo mismo la autoridad del Rey y de las Cortes sobre el proyecto de reforma”. Aunque posteriormente encarcelado y muerto en prisión, en principio se consideraba que Clararrosa gozaba de excesiva “impunidad” en sus diatribas.

Más preocupante y combativa fue la reacción de los Agustinos gaditanos, quienes se quejaron de haber sido objeto de una campaña difamatoria anterior, deliberadamente orquestada para ser desprestigiados, acusándoseles de intervenir a favor de los elementos reaccionarios en los sucesos del 10 de marzo y de ser una de las congregaciones más reacias a aceptar el nuevo régimen. El prior de la comunidad de Cádiz se quejó por verse "continuamente ultrajado e insultado hasta en su convento mismo". Todo ello también tuvo su correspondiente eco en los púlpitos, cuyas prédicas, entre recelosas y desafiantes, tuvieron amplia repercusión en la conciencia popular.

Es bien significativo, ya en las postrimerías del Trienio, el informe mensual que el Ayuntamiento gaditano envió a la Diputación Provincial, donde se especificaba que sólo el párroco de la Iglesia del Rosario cumplía fielmente con la anterior real orden de 24 de abril de 1820, que mandaba al clero predicar a favor de la Constitución en las iglesias los domingos y festivos “como una parte de sus obligaciones”. Por contra, se hacía especial hincapié en que los demás sacerdotes eran tácitamente, con sus conductas, desafectos al sistema, “siendo, por consiguiente, perjudiciales en los delicados como interesantes ministerios que desempeñan”.

Las reticente actitud del Obispo de Cádiz.

En todo este contexto destaca, como una de las principales figuras claramente enfrentadas al nuevo régimen constitucional, Monseñor Francisco Javier Cienfuegos y Jovellanos, Obispo de Cádiz entre 1819 y 1824. Un ilustrado, sobrino de Melchor Gaspar de Jovellanos, apegado a las ideas del Antiguo Régimen, que gozaba de gran popularidad en la ciudad nada más llegar por las constantes obras de caridad con motivo de la epidemia de 1819, al socorrer a muchas familias necesitadas con el dinero recaudado entre los comerciantes y buena parte del vecindario. Desde el primer momento no dudó en mostrar su descontento por la forma en que se había llevado a cabo la revolución, así como la posterior deriva, a su parecer claramente hostil a la Iglesia, que llevaron los sucesivos gobiernos.

En una dura pastoral promulgada el 9 de enero de 1820, una semana después de la sublevación de las tropas, tachó a los insurrectos de “lobos rapaces que buscaban el desahogo de su rencor contra las autoridades que los persiguen por sus delitos... No merecen el nombre de cristianos ni de españoles”. Incluso, una vez instaurado el régimen constitucional, estuvo ausente de Cádiz hasta el 1 de abril, gesto éste que no fue muy bien acogido en la ciudad, presa del entusiasmo del momento. A partir de aquí procedió a actuar con una conducta sinuosa y distante. Tengamos en cuenta que, con el tiempo, la situación fue progresivamente empeorando para la Iglesia en el resto de España, con gran parte del episcopado enfrentado al sistema, cuando no en franca rebeldía. Buena prueba de ello era el desgobierno de muchas diócesis, con ocho obispos expulsados, otros cinco huidos y uno, Mons. Ramón Strauch, Obispo de Vich, apresado y finalmente asesinado en oscuras circunstancias por elementos incontrolados.

Cuando en el verano de 1823, Rey, Gobierno y Cortes se refugiaron en Cádiz con los franceses al otro lado de la Bahía, el Obispo Cienfuegos se instaló en Puerto Real, presta a caer prontamente en manos del Duque Angulema. Además, se daba la paradoja de que ahora, a diferencia de la anterior Guerra de la Independencia, los franceses no aparecían como enemigos de la religión. Desde este punto de vista, más bien lo eran los constitucionalistas, parapetados, una vez más, tras los muros de Cádiz.

Tras la nueva restauración absolutista, Monseñor Cienfuegos fue promovido al Arzobispado de Sevilla en 1824, siendo nombrado Cardenal dos años después por el Papa León XII. Murió el 21 de junio de 1846 en Alicante, donde se hallaba desterrado por la Reina Isabel II por su posterior apoyo al carlismo.

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