Antonio 'El Gitano Rubio' | Hostelero

“En Cádiz nunca se ha sabido quién es el rico y quién el pobre”

  • Tenía el mejor producto de la Bahía en su restaurante. A los 8 años, llegó a Cádiz para triunfar en el arte de servir que exhibió siempre con un material insuperable. Sus famosas ‘estocadas’ también se recuerdan

Antonio Núñez Manzano posa en el Pópulo.

Antonio Núñez Manzano posa en el Pópulo. / Lourdes de Vicente

Han pasado cinco años desde que cerró El Gitano Rubio (Doña Pepa) y la memoria de Antonio Núñez Manzano funciona casi tan bien como su innata capacidad para radiografiar las carteras de Cádiz. Con dos hijas y cuatro nietos que son su locura, a los 75 años, vive feliz y “bien casado” con Mercedes. Antonio cuenta que nació en Chiclana “como el niño Jesús” y que se crió junto a un corral enorme y un manantial, en una de las cuevas de Vejer, “cuando no existían ni el señor Roca, ni crédito Rota”. También recuerda con precisión el día que falleció su padre, a los 5 años. Y cuando empezó a fregar vasos, sin apenas llegar al mostrador. Y que a los 8 se subió a un coche con destino a Cádiz para no volver y doctorarse en la escuela de la vida y en el arte de servir entre El Turuño, El Serrallo, Casa Tobías, La Victoria, Pensión España, Los Troncos, ya en Muñoz Arenillas, en la capital, y el ya mítico Doña Pepa, inaugurado en el 72 y para muchos el altar más noble del producto de la Bahía durante 46 años. Antonio llega al Bar Terraza —otro santuario de la cocina gaditana— puntual y como un pincel, acompañado por su amigo Luis Machuca. Son las doce en punto y pide un café. Más tarde sólo aceptará una cerveza aunque se le vayan los ojos tras un oloroso. “No veas cómo huele eso, niño, pero me ha dicho Mercedes que no diga tonterías”, confiesa.

Carlos Herrera sentenció un buen día en tuiter que “el material del gitano no lo tiene nadie”, con una foto de aquellas cigalas imposibles y unos carabineros que parecían hinchables. Y un tuitero le respondió: “Y no veas cómo lo cobra”. Sólo la colosal vitrina de clásicos como El Anteojo —y lo dice José Ferradans, el actual propietario del local de la Alameda— se podía comparar con el suyo. “Y lo que hoy sigue siendo un misterio —añade Ferradans— es cómo conseguía ciertos ejemplares y a qué precios, para alimentar la leyenda”. “Una vez nos guisó una langosta que pesaba no menos de cinco kilos”, asegura el abogado Fernando Estrella. “A otra nos la llevamos a una discoteca con él de la mano”, añade entre risas. La fama de su producto nunca dejó de crecer. Ese morrillo guisado con ajito y cebollita, esos huevos con jamón, ese arroz y ese fin de fiesta de la época dorada de Cádiz, con ese puerto pesquero a rebosar y los astilleros hirviendo, la capital de los visitadores médicos con tarjetas de crédito (ilimitado), la de los constructores de carreteras y los promotores inmobiliarios y los armadores. Una Cádiz con la que él ya soñaba de niño.

—¿Cómo recuerda su infancia?

—Con 7 años iba al colegio, a los comedores sociales, y después bajaba a La Barca (de Vejer) a fregar vasos hasta las dos de la noche. Así hasta que un día cogí un coche y me vine a Cádiz con un señor.

—¿Solo?

—Vivía por aquí la familia de mi madre, la encontré y ya me quedé ahí. Me coloqué en Casa Tobías, junto al Instituto Hidrográfico.

—¿De qué vivían en su casa?

—Mi padre era carrero y trabajaba en el campo. Y como decían los gitanos buenos, pelaba las bestias. Cogía unas tijeras y las dejaba listas. Mi abuelo era tratante de ganado y hacía todas las ferias, como los gitanos antiguos.

—¿Se pasaba hambre?

—No es que pasáramos hambre (ríe), es que estábamos a régimen para no engordar, ¿no? Claro que la pasábamos, en aquellos comedores sociales, con la leche en polvo y el queso y las cartillas que había entonces. Pero ya después comía bien porque en la Barca había un lomo en manteca y unas cosas...

—¿Y cómo recuerda su juventud, en blanco y negro o en color?

—Yo en color, muy feliz. Desde que empecé, con 8, 9 años, no tenía sueldo ni na pero mangaba del cajón, ¿no? Y en Cádiz se vivía muy bien. Llevaba los mandados a los grupos de La Marina, los de Pinillos, y siempre te daban una propinilla, o si no, del paquetito que llevabas cogías dos lonchitas de jamón y te la ponías en el pan y tan a gusto.

—Usted vivió en Doña Pepa la época dorada de Cádiz.

—He vivido la España buena, la mejor época de Cádiz y además la clientela que yo tenía... En Cádiz nunca se ha sabido quién es el rico y quién el pobre. Todos han sido gente con mucha clase y arte sabiendo gastar. Cuando tienes profesores así, los alumnos aprendemos, queremos vivir como ellos.

—¿Y de quién aprendió el oficio?

—Solo, aunque casi con todos los que trabajé aprendí mucho.

—Dicen que su mostrador valía hasta dos millones de pesetas en productos, con los bichos más extraordinarios que se recuerdan. ¿Exageran un pelín, no?

—Yo creo que se quedan cortos. No había dinero para pagar aquello. Me costó mucho trabajo, desde que abrimos hasta el infinito siempre a lo máximo. Tú llegabas y veías el mostrador... Tenía un letrero: mirar, 5 euros; foto, 10.

—Y mantiene usted que comer en su casa estaba regalado.

—Es que, efectivamente, si tú ibas a Madrid o Barcelona, Doña Pepa era un regalo para ellos. Tenía un cliente, don Enrique Sancalonge, que era el que hacía las carreteras, que empezó un día a decirme que me parecía al Niño del Volapié, ¿no? por las estocadas.

—¿Se despilfarraba tanta pólvora ajena en aquella época?

—Los representantes no tiraban el dinero, era como tenía que ser la cosa. Había que cerrar un trato y claro… Eran hombres que aparte de todo les gustaba comer bien. Eran tiempos de o manoletina o bajarle al toro el pie. Había gente que se pedía un bogavante por cabeza, el mejor vino…

"Cuando yo era un niño no pasábamos hambre, es que estábamos a régimen para no engordar”

—’Los Cubatas’ se definían en un pasodoble como leales animalistas, pero no entendían a la gente sin sentimiento a la que no le gustaban las gambas. En su local eso tendría delito, ¿verdad?

—Nunca oí a nadie decir que no le gusta el marisco. Hasta a los vegetarianos les gustan.

—¿Llegó a sufrir con quienes pelaban las gambas con cuchillo y tenedor, dejando la cabeza?

—Ha habido muchos, pero yo siempre fui más de... Tenía la piel muy fina en las manos. Me quemaba con la gambas a la sal. Poníamos el marisco en la plancha con su sal arriba y abajo, le dábamos la vuelta a la cocina, entraba por la otra puerta y ya estaban en su punto. No fallaba. Y el marisco y todo su sabor está en una buena cabeza de una gamba, de una langosta, con su coral, lo echas en un platito con un poquito de oloroso y un pedacito de pan y eso es un placer.

—¿Cuál era su secreto para ofrecer siempre el mejor marisco?

—La suerte que teníamos nosotros era que teníamos que cambiarlo casi a diario porque mis clientes volvían a menudo. Todos me ayudaban. Era para muchos su segunda casa, y yo les tenía que dar lo mejor. Íbamos a comprar a Sanlúcar. Ahora está de moda Huelva, pero la mejor gamba del mundo siempre fue la del golfo de Cádiz, ¿no? Esa cáscara no era cáscara, era cristal, y su sabor era el no va más. Nuestra gamba era la envidia.

Antonio en otra imagen. Antonio en otra imagen.

Antonio en otra imagen. / Lourdes de Vicente

—Caracol apenas le hizo caso a Camarón cuando se lo presentaron y murmuró que un gitano rubio nunca cantaría con pellizco. A usted para ser gitano y rubio tampoco le ha ido nada mal... ¿Le gustaba Caracol?

Olee (risas). A mí me habría gustado ser como mi hermano Fernando, tener ese color que nada más te ven andar y dicen, ole, picha, estos son ¿no? A mí llegaban los extranjeros y me preguntaban por el gitano, y yo les decía que había ido a pedir 20 duros para pagarle al de las almejas.

—¿Por cierto, es verdad que un futbolista del Cádiz, Obiorah, se comía las almejas con cáscara?

—Con cáscaras, bueno... A mí me daban los dentistas un porcentaje. El De los Reyes, (José Arcas) llegó a una gran amistad conmigo.

—¿Y con quién se ha partido la camisa en un trasnoche escuchando buen cante?

—Yo con Rancapino... Y con Terremoto. Un día fuimos con el general Carlos Sicre al tablao flamenco y estaba Fernando Terremoto, que había sido su asistente en la mili. Aquella noche le salían los cantes bronceados de oro. Hacía lo que Paula con los toros, que se echaba el toro encima y le hablaba y lo bordaba. Y el cante igual, el cante te va saliendo, se te echa encima y lo tienes que expulsar. A mí también me pasa, pero preferí ser camarero a cantaor.

—Aquella fue también la época del cante por excelencia.

—Estos sitios, Utrera, Jerez y Cádiz, cada uno tiene su eco. Es como la cal, tú encalas una calle de Cádiz, otra de Jerez y otra de Utrera y la de Cádiz siempre está más blanca porque el sol la seca antes y tiene más claridad. El cante de Cádiz es muy claro, pero el puro de raíces es una maravilla, como el de mi amigo Manuel Moneo: lo escuchaba y las lágrimas se me caían. Un día José Luis Cabeza llegó con dos sobres después de vender dos cochazos y me dijo: Hasta que no lo gastemos no nos vamos. Trajo a Manuel Morao y toda la pandilla. A los dos días llegó Cepero y empezó a tocar. Cantaron los mejores y ya Manuel Morao, con su hijo fallecido poco antes, empezó a tocar y nadie tocó ya después. No se podía aguantar tanto arte.

—Dicen que los flamencos de Doñana tienen las plumas rosas de comer camarones. ¿A usted le ha pasado algo parecido en la piel rodeado de tanto marisco?

—Mi piel, gracias a mi abuela, que era de Villamartín y que también era pelirroja... Fíjese, el primer nieto en ocho mil gitanos que nace pelirrojo. Lo mío viene de cuna.

—¿Quién pela más rápido las gambas, los gitanos o los gachós?

—Yo creo que primero los gachós, porque tienen más posibilidades que los gitanos, picha. Los gitanos se las comen con cáscara y todo.

"Nunca oí a nadie decir que no le gustaba el marisco, hasta a los vegetarianos les gustaban las gambas”

—¿Y uno de izquierda o de derecha?

—Yo nunca me paré a distinguir si era de un lado o de otro. Ahí todo el que paraba volvía y te pagaba hasta la caja de madera.

—Me han contado que una vez llegó a colarse en una discoteca con una langosta viva amarrada con un cordel.

—No fue así. En tiempos del bingo de Cádiz, el de Curro Romero, en el Nebraska estaban él y Ángel Vivas... Curro moría con nosotros. Le dije a Ángel que tenía langosta y bogavante vivos. Y Curro me dijo que tenían que venir andando. Entonces cogimos uno, lo pusimos en la calle y llegamos al Nebraska.Curro se tiró al suelo.

—¿Es verdad que algún bogavante pesó más de cinco kilos?

—Bogavante y langostas también, y con más peso.

—¿Y quién tiene más mérito cobrando, usted o aquellos que triunfan con la nueva cocina?

—Me acuerdo un día que llegó un buen amigo con su mujer y una pareja de fuera. A mi amigo nunca le preguntaba qué quería, pero el otro, asustado, empezó por pedir cuatro gambitas. Total, que a la hora y media pidió la cuenta y puso 500 euros. Yo cogí el billete y le dije: déle usted un beso y despídase de él (más risas).

—¿Se le han ido muchos tunantes sin pagar?

—Nunca, alguno que perdía el tren y se iba corriendo, pero siempre volvían a pagar. Un día, ya tarde, me puse un trocito de corvina en la plancha con el aceite de una anchoa, algo de pan y tocino de jamón. Entré a la cocina y mi amigo Juan Ignacio se lo comió. Al rato pidió la cuenta y respondí que quince mil euros y él llevaba solo tres. Quedamos en que otro día me lo pagaría, pero el pobre falleció. Cuando mi gente me refirió la deuda, respondí: Más me dolió que se comiera mi bocadito. De los clientes aprendía mucho a diario.

"Yo creo que los gachós pelan primero las gambas porque tienen más posibilidades que los gitanos”

—Dicen que su memoria es prodigiosa, que jamás olvidaba una cara. ¿Eso se entrena?

—Te voy a contar una cosa, astilleros era para mí muy importante. Y un mediodía llega Antonio López Tercero, un fuera de serie, con diez ingenieros a comer. A uno de ellos le saludé ¡hombre, Curro, picha! Y me dice: ¿Pero usted sabe quién soy yo? Y don Antonio le respondió: si te dice hola Curro, está claro, ¿no? Y se lo aclaré, tú eres Viniegra. Y jugábamos juntos de niños. De eso hacía más de 40 años.

—Descríbame el arroz perfecto.

—Una Nochebuena llegaron los Morancos con varios amigos. Uno de ellos dijo al verme, qué gitano más feo. Me dijo infamia de todos los colores. Y venga almejas, venga gambas, venga de to. Y uno me pidió un arroz bien hecho. Teníamos una langosta y un bogavante con 6 ó 7 kilos. Y el Moranco tenía una camisa de seda. Mi madre le dio la espumadera y él empezó a servirlo con tanta emoción que se manchó. No vea... Y a lo que iba: el arroz perfecto tiene que tener una sartén o un cacharro antigüillo con su solera y su fondo...

—Dicen que el perol de su madre jamás se fregaba...

—Tú le echabas aceite de oliva, sus tomates, sus ajos, pimientos y cebolla, y lo machacas bien. Luego tu amontillado viejo, y una mijita de tomate frito, y si tenía langostinos chiguatos y su bogavante, fenómeno. En la cocina, Dios te da un don, igual que en el cante. Y una ya en el plato, unas gotitas de 51-1ª.

—¿Nos dan mucho gato por liebre en la mesa?

—Yo jamás, ni de chico, engañé a nadie. Hay quien pide langosta y le han puesto rape y no se entera. Con la urta también te puede pasar.

—¿Cuando llega a un restaurante y le dicen que la cocina está a punto de cerrar...?

—El reloj no existe en la hostelería.

—Dicen que pactando con usted el precio por cubierto se ahorraba uno lo más grande y sin renunciar a comer de lujo.

—(Interviene Luis Machuca): Perdón, pero no era así... El ya sabía de entrada quién iba a pagar, tenía ese don. Un día me acerqué con ‘el Gamba’ y ‘el Pellejo’ y dijimos, Antonio, pon lo que quieras pero pon de to. ¿Qué te debo, Antonio?, que voy a pagar yo, le preguntó ‘el Pellejo’. Dame ocho mil. Y ‘el Pellejo’ se tiró al suelo: ¿Cómo sabes que lo que traigo son 8.000 pesetas?

Antonio asiente riendo y añade: también me han pagado las comidas dos veces cuando querían quedar bien. Un día llegó un alemán de esos de Pfizer, me preguntó si podía dar una comida con champán. Hombre por Dios, pues claro. ¿Moet Chandon?, le dije. Y al final llamé a Pascual Caputo y le pedí 40 cajas de champán. ¿Sabes qué bebieron? Castillo de San Diego.

—¿Cómo se obtiene la mejor radiografía de una cartera?

—Yo nada más que veía entrar al cliente lo sabía. Y también tenía un cliente abogado, Cristóbal, que se ponía en la barra, miraba y me decía lo que había que cobrar. Una vez me pidieron unos señores 6 cigalas, 12 langostinos, cazuela de angulas, jamón... Llega Paco Cepero y dice qué arte de mesa, qué cigalas, qué brillo, qué langostinos, qué color... ¿Y cómo se llaman estos bichos, primo? Yo notaba cuándo venían dispuestos a gastar.

—¿En Cádiz se vive muy bien o somos muy conformistas?

—Se vive bien porque el clima de Cádiz es rico. Y el que no tiene, pues pone unas papas con alcauciles y se va a la playa. Y le da ese sol y dice uno picha... De maravilla.

—En su menú predilecto no faltan langostinos, jamón, arroz y todo ello con ‘botaina’. Casi ‘na’.

—Es que un buen camarero tiene que ser antes un buen cliente. Tiene que conocer todo lo bueno.

—Muchos clientes entraban a la hora de comer y salían a la de cenar, ¿era el mayor premio?

—Eso ya era… Yo traía loco a los de SMAES, porque no les pagaba la luz. Ellos venían a casa a comer y les cobraba 8.000 ó lo que fuera, se llevaban todo el día aquí.

—Y eso de que en su etapa de ‘Los Troncos’ cerraba la calle Muñoz Arenillas con cajas de champán…

—Así es, y eso que tenía arriba viviendo al comisario y al fiscal.

—¿Y cómo sobrevivió a la crisis de 2008?

—Desde el Mundial de 2010 se vino todo abajo. Cigalas de medio kilo... Ya no comimos postre. Un trozo de piña para Mercedes y para mí.

Para postre, su tocino de cielo.

—¡Oh!, eso era para morirse.

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