En el Parlamento andaluz el tema estrella del primer pleno del año, celebrado esta semana, fue la política sanitaria de la Junta y los muchos agujeros que presenta, tantos o casi tantos como hace cinco años, cuando los actuales denunciantes eran los que la gestionaban y los actuales gestores eran los que ponían el grito en el cielo. Y en los pasillos se comentaba que el presidente andaluz Juanma Moreno y la vicepresidenta nacional Teresa Ribera van a acordar acciones conjuntas para remediar, en lo posible, los estragos de la sequía. Ninguno de los dos asuntos es de los que abren los telediarios, pero como ya se ha subrayado alguna vez en este periódico, hay que congratularse de que las instituciones se dediquen a lo que es su obligación. Los parlamentos, a la discusión sobre los problemas que afectan al día a día de los ciudadanos y los gobiernos, a adoptar medidas para avanzar en la dirección que esos ciudadanos reclaman. Si llama la atención la normalidad institucional con la que discurre la vida institucional en Andalucía, a pesar de los lógicos enfrentamientos entre los que tienen la responsabilidad de gobernar y los que tienen la obligación de denunciar, es por el contraste con lo que ocurre en la política nacional. Madrid, entendido como la sede del Estado, lleva demasiado tiempo convertido en una especie de tormenta continua en la que la bronca y la crispación lo ocupa todo y donde cada vez se habla menos de los problemas de la gente. El Congreso y el Gobierno están paralizados por la amnistía y las tensiones con el Poder Judicial y cualquier declaración de Pedro Sánchez o de Alberto Núñez Feijóo está trufada de descalificaciones al contrario. Una deriva que parece no tener fin.