No hace mucho, The Times destapaba un vergonzoso escándalo relacionado con la filial en el Reino Unido de la ONG Oxfam y ocurrido en la devastada Haití. Poco después del terremoto de 2010, que dejó allí 200.000 muertos, miembros de tal entidad se dedicaron a organizar orgías con prostitutas locales que "no se puede descartar que fueran menores". En concreto, la información aportada, no desmentida por Oxfam, apunta a conductas de explotación sexual, descarga de pornografía, acoso e intimidación. Los hechos, perpetrados en la residencia de estos canallas (apodada por ellos mismos como "la casa de putas"), constituyen una muestra más de lo que los expertos llaman "el negocio de la caridad" o, lo que es igual, la cara sucia y oculta de una actividad presuntamente solidaria, pero indiciariamente plagada de estafas, ineficiencias, ruindades e intereses espurios.

Quizá lo que más indigne no sea la profunda inmoralidad de unos cuantos descerebrados, sino la propia reacción de Oxfam: conocedora de tan abyectos comportamientos, permitió dimisiones discretas y paulatinas, además de ofrecerle a su entonces director de zona, personalmente implicado en estas "barbacoas de carne joven", una salida silenciosa y gradual. De lo contrario, según argumentó su directora ejecutiva en aquel momento, "se hubiesen visto comprometidos el trabajo y la reputación de la organización". No me consta que se denunciaran los delitos, ni que se presentara un informe detallado y final ante la Comisión de Organizaciones Benéficas, la reguladora estatal británica del trabajo de las asociaciones con este fin.

Claro que muy probablemente no sean los únicos. The Sunday Times reveló el pasado domingo infamias semejantes en Save the Children, Christian Aid y hasta en la Cruz Roja británica. Aunque los incidentes que afectan a Oxfam ponen de manifiesto un grado de cinismo y de encubrimiento verdaderamente notables.

Afirmé hace años que la peor corrupción es la que se produce en el sector de la ayuda humanitaria. Se mueve mucho dinero, las tentaciones son demasiadas y la fiscalización mínima, tercia a menudo la política y sus oscuros propósitos. Obligar a quienes en él operan a una transparencia extrema es una medida imprescindible que, además de tranquilizarnos a todos, nos ahorraría el inmenso asco de descubrir cómo los menos, teóricos samaritanos modernos, siguen viviendo y aprovechándose de las tragedias y penurias de los más.

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