José María / García León / Historiador

La Inquisición se abolió en Cádiz

Aunque ya no tenía el poder y significado de otras épocas, vivió su final en la sesión de las Cortes del 22 de febrero de 1813

En la sesión del 22 de febrero de 1813, tras arduos debates, las Cortes de Cádiz declararon oficialmente abolida la Inquisición en España y en el resto de los territorios de la Monarquía Hispánica. Fue una medida más efectista que real, habida cuenta de que por entonces la Inquisición ya no tenía ni el poder ni el significado de otras épocas.

Entre la indefinición y el desconcierto

Cuando en 1808 comenzó la Guerra de la Independencia, el estado en que se hallaba la Inquisición no estaba bien definido, pudiéndose hablar, incluso, de cierta confusión. Atrás quedaban aquellos siglos donde este tribunal eclesiástico destacaba por su severidad y rigor, llegándose a convertir, por el temor que inspiraba, en uno de los temas recurrentes de nuestra leyenda negra. A finales del siglo XVIII todavía infundía miedo y recelo, siendo Pablo de Olavide una de las últimas personalidades que tuvo que sufrir su inflexible dureza. Con todo, un análisis histórico, mucho más objetivo y realista, ha puesto de relieve que gran parte de la actuación del Santo Oficio poco tiene que ver con esa visión extremadamente tenebrosa con que nos ha llegado hasta hoy.

Esa indefinición apuntada se debió, fundamentalmente, a una serie de circunstancias tales como la dispersión de sus miembros a lo largo de un país dividido por la contienda y la desorientación generalizada por el rumbo que iban tomando los acontecimientos, tanto políticos como militares. La abolición decretada por José I, así como la expectación que despertaban las decisiones que se estaban tomando, en principio por la Junta Central y luego por la Regencia, hicieron aún más complicada la cuestión, pues se dio el caso de que en algunas partes de España había inquisidores que seguían actuando como si nada ocurriera y, en cambio, en otras ni siquiera existían. El Santo Oficio, en realidad, estaba como en suspenso en sus funciones, a pesar de la tentativa de la Junta Central de revitalizarlo al nombrar inquisidor al que, poco después, sería el cuestionado obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintana. Sin embargo, este nombramiento no surtió efecto, dado que los inquisidores generales los nombraba el Papa a propuesta del Rey de España, de tal forma que los demás inquisidores subordinados no eran más que simples delegado suyos. Sobre esta pretendida laxitud de la Inquisición en estos años de principio del siglo XIX, no deja de ser muy significativo el retrato que del inquisidor en Cádiz, Raimundo de Etternand, nos ha dejado el historiador gaditano Adolfo de Castro, al decirnos que era de mediana edad, apenas vestía el hábito eclesiástico y frecuentaba tertulias y paseos, sin olvidar que además era "galán con las damas".

Una calculada ambigüedad en materia religiosa

El artículo 12 de la Constitución de 1812 especificaba que la religión de la Nación Española era "la católica, apostólica y romana, única verdadera", debiendo el Estado no sólo protegerla por medio de leyes sabias y justas, sino también prohibiendo el ejercicio de cualquier otra religión. Así pues, se proclamaba abiertamente y sin ningún género de dudas el carácter confesionalmente católico de nuestra Constitución, a pesar de ciertas reticencias, algunas de las cuales provenían del propio clero. Tal fue el caso de uno de los sacerdotes más liberales, Muñoz Torrero, quien, ante la insistencia de los que querían otorgar a la Constitución un marcado matiz religioso, alegó que en ésta sólo se consideraba a Dios con respecto a la sociedad, o sea, admitiendo que Dios venía a ser el origen y fundamento de la misma.

Curiosamente, y en contra de lo que pudiera creerse, esta pretendida confesionalidad no impidió medidas tales como el no restablecimiento de las órdenes religiosas, suprimidas por Bonaparte, o los artículos reguladores de la enseñanza, mostrando, pues, un claro recelo hacia la Iglesia. No cabe duda que la cuestión religiosa tuvo una gran relevancia en las Cortes de Cádiz pues estuvo presente prácticamente en todos los debates importantes, y de modo directo o indirecto, aparece unas veces como problema dogmático, otras por sus implicaciones sociales y, casi siempre, como asunto político.

Primeros reparos a la Inquisición en las Cortes

Una vez constituidas las Cortes y a propósito de la aprobación del decreto de la libertad de imprenta, pronto surgió la desconfianza por parte de quienes eran partidarios de que la Inquisición perviviera. Por aquellos días en la prensa gaditana se podía leer estos versos: La libertad de imprenta / disfrutará la nación / pobre del papa y del clero / pobre de la religión. A tal efecto, el diputado por Extremadura, el inquisidor Francisco María Riesco, alzó su voz para saber en qué situación quedaría el Santo Oficio ante la nueva legalidad que acababa de aprobarse, con lo que el debate quedaba servido. Para tratar de remediar todo ello y darle un cariz legal, las Cortes decidieron nombrar una comisión que debía estudiar a fondo el problema, debiendo resolver lo que buenamente estimara oportuno. Aunque casi todos ellos no eran precisamente sospechosos de favorecer la continuidad de la Inquisición, fue una sorpresa mayúscula que el dictamen de dicha comisión resultara favorable al Santo Oficio, con la salvedad del voto en contra de Muñoz Torrero. A propósito de todo ello, Alcalá Galiano, en sus Memorias nos dice que "por aquel tiempo se supo que había en las Cortes conatos de dar vida al Tribunal de la Inquisición, que yacía muerto legalmente". Incluso, con ocasión de la publicación del Diccionario Crítico Burlesco, de Bartolomé José Gallardo, de nuevo el inquisidor Riesco entró en acción, al solicitar abiertamente la actuación de la Inquisición, expresando que si las Cortes la suprimían y en su lugar se establecía otro tribunal, se usurparía la autoridad pontificia e iría en detrimento de la jurisdicción de los obispos, "pues ello significaría que la autoridad civil da leyes a la Iglesia" .

Los debates decisivos

Sin embargo, a pesar de estos primeros contratiempos, los liberales no cejaron en su propósito de conseguir la abolición de la Inquisición, que plantearon abiertamente en la sesión parlamentaria del 4 de enero de 1813 y a la que siguieron un buen número de apasionados debates hasta el punto de que muchos historiadores coinciden en que no hubo en las Cortes de Cádiz lucha mejor entablada, ni con más ardor sostenida por los beligerantes, en uno u otro bando. Diputados liberales como Argüelles, Mejía Lequerica, Oliveros o el sacerdote Ruiz de Padrón se distinguieron por sus discursos en pro de su abolición definitiva. Por contra, entre los realistas, también con argumentos hábilmente empleados a favor de su continuidad, destacaron Antonio Llaneras, sacerdote y diputado por Mallorca, ferviente partidario de la inmunidad del clero y de la Inquisición, y el valenciano Francisco Javier Borrull, que presentó en las Cortes una serie de escritos en los que se pedía su restablecimiento, alegando que en la defensa de la fe cabían todos los recursos posibles. Tampoco les fue a la zaga el futuro cardenal Inguanzo y Rivero, quien, tajantemente, proclamó que ni el poder secular puede dar leyes en lo eclesiástico, ni el poder de la Iglesia en lo secular.

Ni que decir tiene que la prensa liberal, sobre todo El Conciso, también arremetió con fuerza contra la Inquisición, aunque fue una publicación aparecida entonces, La Inquisición sin máscara, la que levantó mayor polémica y sirvió para exacerbar aún más las diferentes posturas que, a favor o en contra, se iban decantando. Su autor, Antonio Puigblanch, era un erudito y polémico profesor de hebreo de la Universidad de Alcalá que publicó en Cádiz esta obra bajo el pseudónimo de Natanael Jomtob y con el título completo de La Inquisición sin máscara o disertación en que se prueban hasta la evidencia los vicios de este tribunal y la necesidad de que se suprima. Esta obra, escrita en dos meses, era más bien un alegato contra los agravios cometidos por la Inquisición que una verdadera historia de ésta, aunque los datos ofrecidos son de un aceptable rigor histórico. Traducida también al inglés, tuvo una notable influencia sobre los diputados liberales, cuyas argumentaciones, evidentemente, se inspiraron en él con bastante frecuencia.

Finalmente, como ya hemos señalado, en la sesión del 22 de febrero de 1813, por 92 votos a favor y 60 en contra, la Inquisición quedaba abolida.

La reacción no se hizo esperar

Sin embargo, no por ello debemos de pensar que en Cádiz, al menos por parte de su clero, dicha abolición fuera acogida, si no con entusiasmo sí al menos con cierto acatamiento. Lo cierto es que ante la resolución de las Cortes a que el decreto correspondiente a dicha abolición fuese leído en las iglesias de la ciudad, los sacerdotes gaditanos se negaron en redondo, sin duda bien aleccionados por el Nuncio Gravina. En consecuencia, las autoridades determinaron su expulsión de Cádiz, creándose, de paso, un serio conflicto con la Santa Sede.

Poco después, con la reacción absolutista de 1814, la Inquisición, como otras muchas instituciones propias del Antiguo Régimen, fue restablecida por Real Orden de 21 de julio, a causa, entre otras razones, de las sectas masónicas introducidas en la nación durante la Guerra de la Independencia, sin olvidar las continuas referencias al sosiego y la tranquilidad públicos, así como el deseo de evitar disensiones internas. El propio Fernando VII el 3 de febrero de 1815 se presentó inesperadamente en el Tribunal de la Inquisición, sentándose al lado de los jueces y viéndose diferentes causas formadas a francmasones. El 5 de abril, el Inquisidor General y Obispo de Almería, Francisco de Mier y Campillo, expedía en Madrid un edicto en el que se decía que la Inquisición volvía por sus fueros y, aunque justo es reconocer que ya no volvió a ser aquella institución tan temida en tiempos pasados, lo cierto es que hubo algunos casos dignos de ser mencionados. Tal fue el tristemente célebre proceso que el Santo Oficio, entonces denominado Junta de Fe, llevó a cabo contra Cayetano Ripoll, maestro de Ruzafa (Valencia), acusado de no ir a misa, no arrodillarse al paso de la eucaristía y no enseñar la doctrina cristiana a los niños en la escuela. Incluso se le tachó de roussoniano, deísta y hasta cuáquero. Mandado capturar, se le embargaron sus bienes y, comprobado que no estaba loco, se le declaró hereje contumaz, pasando su caso a la Audiencia de Valencia, cuya sentencia no pudo ser más sobrecogedora, pues fue condenado a morir en la horca. Dicha sentencia, sin tenerse en cuenta apelación ni atenuante algunos, se cumplió el 31 de julio de 1826, siendo de notar que el arzobispo de Valencia era Simón López de Or, que había sido diputado, uno de los más reaccionarios, en las Cortes de Cádiz.

Fue el último suplicio que se registró en España por la Inquisición.

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