de poco un todo

Enrique / García-Máiquez

100 metros playa

LA juventud es la época dorada para el deporte tanto por su plenitud de facultades como por su falta de condicionamientos. Un adolescente va a la playa, se tumba y básicamente acumula energías. Ya puede correr luego. Nosotros, ay, a duras penas llegamos a la orilla -como las olas- a morir en ella.

De jóvenes decíamos de golpe en casa: "Adiós, me voy a la playa", y salíamos. Así de fácil. Ahora lo planificamos todo meticulosamente durante el desayuno. A partir del pistoletazo del "Vamos a la playa", hay que ponerse a cargar en el coche bolsas, sillas, sombrillas, niños, toallas…

Y, tras aparcar y descargar, cargarse de nuevo uno y cruzar hacia la orilla bien rápido, pues va con las espuelas en los pies de la arena ardiente. Cuando llega, ha de extender las toallas, desplegar las sillas, quitar las camisas, inflar los manguitos, hincar el palo de la sombrilla, dar otra mano de crema a la prole y exclamar muy convencido: "¡Qué bien estamos!"

Si uno es veloz y no se distrae un segundo mirando a las inmóviles y morenas muchachas, puede abrir un libro. El mío es Mis mejores artículos, de Julio Camba. Leo, derrapando por los párrafos, tres artículos. Esos en los que va describiendo los distintos tipos de turistas. Son tan certeros como graciosos, aunque no puedo reírme para no desconcentrarme. Tengo que reseñarlo para una revista, y voy contrarreloj, y sé lo que viene enseguida.

No he acabado el cuarto artículo cuando mi mujer me informa de que, habida cuenta del fresco del viento de poniente, del sol, del llanto de las criaturas, del hambre, del sueño, de que se pelean por la pala naranja, de que se han acabado los trocitos de manzana y de que se hace tarde, nos vamos. Bien. Lo esperaba.

Como en una moviola, repetimos el proceso muy rápido a la inversa. Yo, por añadir cierta variedad a nuestras vidas, y porque mis brazos no dan más de sí, propongo pegar dos carreras al coche, una con bultos y otra con niños. Se acepta la propuesta. Trotando hacia el aparcamiento, paso al lado de una muchacha que está sola, leyendo sonriente, oyendo música con los cascos. Pienso: así es cómo hay que leer a Camba, caramba, como al maestro le gustaría (sobre todo la sonrisa). Pero no me quejo: ella está leyendo por placer, como corresponde, y yo lo hacía por trabajo y para ver de conseguirle lectoras así al maestro.

A la vuelta, con un arriesgado escorzo descubro que se trata de un libro de Paulo Coelho. No me derrumbo. Un motivo más para la reseña. Si sonríe con Coelho, qué no hará con Camba. Y vuelta arriba. Sin pérdida de tiempo, porque otro coche, viendo que dejábamos un sitio libre, se puso a esperar a que desaparquemos y tiene organizado un gran atasco. Los cláxones nos aguijan. Es el sprint final. El maletero, lleno; los niños, en las sillitas, llorando; el coche, recargado de arena, podemos, por fin, regresar a casa. Nuestro deporte ya hemos hecho.

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