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la tribuna

Jaime Martínez Montero

El MIR docente

UNO de los temas estrella es el llamado "MIR docente", o la nueva forma de seleccionar a los profesores y maestros. Toma ese nombre por la similitud que quieren que guarde el procedimiento respecto al que se sigue para formar a los médicos, si bien aquí no va a haber docentes "internos y residentes", sino en prácticas. Por eso propondría los nombres de Mapra (Maestros en prácticas) y Propa (Profesores en prácticas). No está bien adoptar unas siglas en las que no se coincide con ninguna de las letras.

A mí me parece muy bien. Creo que es de las primeras medidas en las cuales asoma la preocupación por la calidad de la enseñanza y por la atención educativa que reciben los chavales. Hasta ahora, aunque parezca impensable, cualquiera podía asumir la responsabilidad de dirigir un grupo de niños o de adolescentes sin que nadie le viera la cara o que, por medio de una entrevista siquiera, se pudiera constatar mínimamente su aptitud para la docencia. Era como si las destrezas propias del oficio surgieran espontáneamente de la lectura de libros, de la cumplimentación de unos papeles o del autobombo que el solicitante se pudiera dar. Primaba (bueno, y sigue primando) el derecho del aspirante a dar clase sobre el del alumno a recibirla en unas mínimas condiciones de calidad.

El nuevo sistema de selección debe estar basado en tres pilares fundamentales: el aprendizaje del oficio, la demostración en condiciones reales de que se ha aprendido y, finalmente, la elección para la consolidación de la plaza de entre los mejores que han cumplido los dos anteriores requisitos.

El aprendizaje del oficio. Es curioso constatar cómo una parte no desdeñable del profesorado menosprecia lo que es característico de su profesión: saber enseñar. Muchos piensan que esto es una necedad, que lo importante es saber los contenidos y transmitirlos sin más. Si el alumno no aprende, peor para él. Debajo de estas opiniones lo que suele latir es la comodidad, el tomarse las menores molestias posibles. Hay que acabar con la idea de que ganar una plaza en la enseñanza es conquistar el derecho a dar clase como le dé a uno la gana. Porque el oficio de maestro o profesor hay que aprenderlo. Los docentes se distinguen entre sí por su nivel de competencia, por lo bien que subvienen las necesidades de aprendizaje de sus alumnos. Hay unos muy buenos y otros muy malos, y en medio una amplia gama intermedia. La actual organización del sistema educativo es una muestra clara de cómo se desaprovechan las oportunidades de que los más novatos aprendan de los más expertos, de que los más incompetentes puedan contrastar su incorrecta práctica con la de otro compañero más capaz. El profesor nuevo, el maestro recién llegado se hace cargo del grupo como si ya lo supiese todo. Nada ve de lo que hacen los demás, pero tampoco nadie lo ve a él. Tal vez tenga cerca a una maestra que emplea unas técnicas que consiguen grandes resultados lectores. Da igual, él empezará de cero. Por ello, la primera seña de identidad del nuevo sistema debe ser que el nuevo pase una larga estancia con profesores competentes y que aprenda de ellos, en la realidad, con el mismo tipo de niños con los que él va a trabajar después, y que se compruebe que ese aprendizaje ha tenido lugar.

La demostración de lo que se ha aprendido. Como todos sabemos, no es lo mismo hacer las cosas cuando tienes cerca a tu mentor o cuando estás en una situación de ensayo controlado que acometerlas solos y cuando no se puede dar marcha atrás. Es cuando sentimos que ha llegado la hora de la verdad. El segundo punto fuerte es, por tanto, poner al aspirante a protagonizar el ejercicio de su profesión en una situación idéntica a la que se va a encontrar cuando acceda a la titularidad. Dicho de otra forma: a demostrar que lo que ha aprendido en la fase anterior lo ha entendido y lo sabe aplicar, le sabe dar su sello personal y adaptarlo a las pequeñas variaciones que se puedan dar en su nuevo alumnado.

La elección entre los mejores. Para ello, han de pasar aquí más aspirantes que plazas haya. Y, como consecuencia inevitable, algunos se han de quedar fuera. Cuando acceden a la fase de prácticas los mismos aspirantes que plazas desaparece la selección. Se aprueba a todos, salvo que alguno de ellos posea alguna notable tara psicológica, transgreda el código penal o sea una auténtica catástrofe en su desempeño docente. La concepción de que se parte es insana, pero real: para dejar una plaza vacía, el aspirante debe ser muy, pero que muy malo. Si hay más aspirantes que plazas, éstos seguirán trabajando y esforzándose y, sobre todo, quienes los seleccionen lo harán desde la concepción previa de que tienen que elegir a los mejores. La diferencia entre el sistema antiguo y el nuevo es capital. Mientras que en el segundo buscas quiénes reúnen las mejores cualidades docentes, en el primero investigas rasgos que impidan el ejercicio de la profesión, aunque tal ejercicio sea mediocre o incluso malo.

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