encuentros en la academia

Carmen Cebrián González

El año que murieron las palmeras

NUNCA me gustaron las palmeras, aunque me han acompañado siempre. En mi pueblo, el río está bordeado de ellas. Altísimas y delgadas unas; anchas y más bajitas, otras. Un día, empezaron a morirse. Se les secaban las hojas y parecían enormes paraguas, hasta que sólo quedaban los troncos, erguidos y tristes.

Ese año viajé mucho. De Cádiz a Barcelona varias veces al mes. Iba a otro pequeño pueblo, Cabrils, junto al Mediterráneo, colgado en la ladera de una montaña, verde, frondosa.

Es un viaje largo y tedioso. Coche hasta el aeropuerto, avión hasta Barcelona, tren hasta Cabrils. En total más de cinco horas de ida y otras tantas de vuelta. Uno de los trayectos lo hacía sola, el otro con Irene.

Irene estaba ingresada en una clínica para trastornos de la alimentación. Entre pinos, una casona antigua acogía a chicas anoréxicas, bulímicas y obesas. Todas jóvenes, muy jóvenes. Cada una, una historia diferente, y todas, el mismo problema, aprender a vivir. Delgadísimas o gorditas, me recordaban palmeras tristes.

Las palmeras siempre están solas, aunque haya muchas juntas. No son como los pinos, que se enredan, se tocan. No son como los eucaliptos que siempre murmuran. No se sienta nadie a la sombra de una palmera. Son como estatuas de mármol, bonitas, distantes, solitarias, doloridas.

Durante ese largo año hice el trayecto entre Barcelona y Cabrils en un tren de cercanías que bordea el mar, a veces tan cerca que en invierno parece que las olas van a salpicar los cristales. Al otro lado de la vía, palmeras, muchas palmeras y tras ellas la montaña y los pinares.

Con el tiempo me aprendí de memoria el paisaje. Empecé a fijarme en las palmeras que se iban secando y vivía angustiada la enfermedad de Irene. Ella me contaba que el mal de las palmeras lo causaba un pequeño escarabajo que se instalaba en su interior. Yo rogaba para que en el interior de Irene despertara el deseo de vivir.

Así pasamos el otoño y el invierno, viajando y esperando algún cambio. A veces esperanzadas, y a veces hundidas, pero fuimos pacientes y no nos resignamos.

En primavera alguna de las palmeras se talaron; pero otras comenzaron a brotar. Con sorpresa y alegría vimos como empezaban a salir hojitas en la parte alta de los troncos.

Ha pasado el verano, y ya no volveré a Cabrils. Irene está en casa. El reloj de sol de la casona nos despidió de lo que fue su hogar durante algo más de un año. Allí ha dejado mucho dolor, angustia y miedos. En el último viaje, una tarde soleada de verano, Irene se despedía del paisaje feliz, y nerviosa. Regresar no será sencillo. Es volver a empezar y no caer en los mismos errores.

No está curada aún, pero espero que empiece a renacer, como las palmeras, que siguen siendo tristes, pero muy valientes.

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