Lo de RoRo ya se hizo (y salió mal)

el pastillero

Los vídeos de esta creadora de contenido han puesto en primera línea el fenómeno de las ‘tradwifes’, que saca a pasear, cincuenta años después, ‘La mística de la feminidad’ de Betty Friedan

A mediados del siglo XX, se intentó con empeño sublimar "el lugar natural de la mujer"

Roro Bueno, la 'tiktoker' que se ha dado a conocer cocinando vídeos para su novio

Anuncio británico de los años 50 que ilustra la "liberación" de las amas de casa.
Anuncio británico de los años 50 que ilustra la "liberación" de las amas de casa. / D.C.

Como la mayoría de nosotros, yo no sabía quién era RoRo hasta que se le ocurrió prepararle a Pablo un sándwich con pan de brioche (hecho por ella misma) y queso (hecho por ella misma). Por si aún hay alguien que no lo sepa, RoRo se dedica a grabar vídeos en Tik Tok de cómo hace cosas de la nada, casi como Cristo. Principalmente, recetas, bajo la fórmula: “Hoy Pablo quiere...” RoRo cocina, cose, revisa galeradas y descubre el polonio con melena perfecta, vestiditos estupendos y unas gafas en la punta de la nariz que imposibilitan cualquier actividad humana. 

RoRo reproduce el modelo de una tradwife: la nueva/vieja vindicación del rol tradicional de la mujer. Lleva tan a pies juntillas el arquetipo que, en un principio, uno podría pensar que es una parodia del movimiento. Yo no tengo claro, de hecho, que no lo sea. Gracias a nuestro pasmo –y a su habilidad como influencer– RoRo debe estar ahora mismo mirando casas en Andorra, así que de mujercilla dependiente y sumisa le veo poco. 

Para sorpresa de nadie, los mayores aplausos los ha cosechado entre hombres. Hombres que tienen cuestiones no resueltas con su complejo de Edipo y a los que se les cae la boca hablando, sin saber, de la falacia de la libre elección. Los vídeos de RoRo no la colocan a ella en una situación de subordinación, pero el mensaje que subyace sí que es tóxico: dedica horas a, en resumidas cuentas, servir, con preceptivos sonrisa y escote, y el éxito y la aprobación masculina serán tuyos. Servir –y depender, eso es lo que implica el patrón, pero no se dice– es el bien, he aquí la esclava del Señor, por si ese mensaje no se había grabado lo suficiente en la socialización de las mujeres.

La prueba de sublimar el “lugar natural” de la mujer, de hecho, se llevó a cabo a gran escala hace unos años, y salió mal. Que ellas volvieran a abrazar las delicias del hogar era fundamental a la hora de devolver a sus puestos de trabajo a quienes regresaban de la II Guerra Mundial; y a la hora, también, de aliviar la debacle demográfica. La casa y la familia constituían la razón de ser de “lo femenino”, aseguraba la maquinaria mitológica estadounidense –recogiendo con gusto máximas que podría haber firmado Pilar Primo de Rivera–.  

BENZODIAZEPINAS Y 'NEW LOOK'

Betty Friedan hablaba ya en 1963 de las consecuencias de esta corriente en 'La mística de la feminidad': “Una y otra vez –contaba– las mujeres oían, a través de las voces de la tradición y de la sofisticación freudiana, que no podían aspirar a un destino más elevado que la gloria de su propia feminidad. Los expertos les explicaban cómo cazar y conservar a un hombre, cómo comprar una lavadora, hornear pan, cocinar caracoles y construir una piscina con sus propias manos”. 

 “Aprendieron –explicaba– que las mujeres de verdad no aspiraban a tener una carrera ni unos estudios superiores ni derechos políticos: la independencia y las oportunidades por las que luchaban las trasnochadas feministas”.

“Miles de voces expertas aplaudían su feminidad, su adaptación, su nueva madurez –relataba Friedan–. Todo lo que tenían que hacer era dedicar su vida desde su más tierna adolescencia a encontrar un marido y a traer hijos al mundo”. A finales de la década de 1950, la edad media a la que las mujeres contraían matrimonio en Estados Unidos descendió hasta los 20 años y siguió bajando todavía más: había chicas que se casaban mientras iban a la universidad, actividad que se concebía como una oportunidad para “adornarse” y captar pretendientes.

El modelo de mujer tremenda de los años 30 y 40 dejó paso a figuras delicadas, tal que Audrey Hepburn y Grace Kelly. Marilyn sería el icono, pero nadie esperaba a una rubia con cerebro. Los grandes almacenes notaron que, desde 1939, las mujeres habían encogido mínimo tres tallas: piensen en las piernas y cinturas imposibles de las modelos del new look. 

Pero algo crujía en el país del technicolor. Los tranquilizantes rulaban: “No puedes liberarla –rezaba un anuncio de Oxazepam–. Pero sí reducir su ansiedad”. Los psiquiatras veían que la mayor parte de sus clientas eran mujeres aquejadas de lo que Betty Friedan llamaría “el mal sin nombre”: la afección de aquellas que lo tenían todo –todos los electrodomésticos, comodidades y tiempo– y se sentían como si no fueran nada. “Me siento como si no existiera”, terminaban diciendo en las consultas. Terminaban siendo. 

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