Historia taurina

El clasicismo del toreo vestido de grana y oro

  • La tarde del día 5 de junio de 2009 está desapacible, pero Luis Francisco Esplá, en su despedida en Madrid, cuajó una faena de ensueño y torería al último de sus lote: Beato

Traje que lució el maestro Luis Francisco Esplá.

Traje que lució el maestro Luis Francisco Esplá.

Descompuesto, maltrecho, abandonado a su suerte, deshecho de todo su ornato, ahí ha quedado, sobre una silla, solo e inerte. Horas antes, cuando mostraba todo su esplendor, fue velado por su propietario. Eran las horas previas a un acontecimiento que iba a marcar una trayectoria. El destino había deparado que aquel día iba a ser una fecha señalada. Los años no pasan en balde. La profesión de torero es dura, muy dura. Su rito, heredero de los antiguos cultos del Mediterráneo, es bello, pero también peligroso. Tanto, que la muerte siempre está presente. Por ello, el paso inclemente de los años pide al cuerpo parar. La mente, el intelecto humano, afirma que la hora ha llegado. Es tiempo de poner punto y final. De decir hasta aquí fui capaz de llegar.

Tal vez por ello, el torero, en la vigilia previa del rito, se hace un sinfín de preguntas sobre una vida aparejada al drama activo de la tauromaquia. Interrogantes que, en muchas ocasiones, quedan sin respuesta, porque esa odisea, llamada toreo, guarda unos arcanos imposibles de comprender.

Ha llegado la hora de decir adiós. Luis Francisco Esplá va a poner punto y final a su carrera en la plaza que lo consagró como figura del toreo. Una plaza que lo consintió y que lo idolatró, como sabe hacerlo con aquellos que se entregan sobre sus arenas. El espada lo sabe. No puede defraudar a quien tanto le dio. Es un día señalado, especial. Las medias tintas no valen. Solo una idea permanece fija en su cabeza. Triunfar, y si no es posible, no defraudar.

La tarde del día 5 de junio de 2009 está desapacible. El viento, enemigo principal del drama taurómaco, está presente. Con él, todo se pone cuesta arriba. Aun así, los ánimos del veterano espada están a tope. Ha partido plaza con dos espadas emergentes, Morante y Castella, que aunque jóvenes, ya han saboreado las mieles del éxito en la capital del Reino. El maestro Esplá se ha vestido de grana y oro. Un terno con reminiscencias añejas, al igual que su toreo, que ha confeccionado magistralmente Justo Algaba siguiendo modelos decimonónicos y preñados de clasicismo.

Salida a hombros del torero en Madrid. Salida a hombros del torero en Madrid.

Salida a hombros del torero en Madrid. / El Día

El viento y la poca claridad de los toros de Victoriano del Río están dando al traste con la tarde. Poco o nada se ha escrito en los tres primeros toros. Se abre la puerta de toriles. Por ella saldrá el último toro que mate Luis Francisco Esplá en Madrid. Es grande, un punto bastote, colorado de capa y más de seiscientos kilos sobre su esqueleto. Beato es su nombre. No parece tener hechura de embestir, pero los toros, como los melones, hasta que no se calan no se saben.

El capote del oficiante, con vueltas de color añil, como se muestran en las antiguas láminas del periódico La Lidia, se abre cual alas de mariposa tratando de domeñar las embestidas del animal. Esplá es respetuoso con la liturgia. Los tres tercios tienen importancia por igual. No hay ninguno superior a otro. Luce al toro en varas y lo banderillea con su particular estilo y oficio, destacando sus superiores pares de poder a poder. Brinda al público, a su público de Madrid y, sin saberlo y quién sabe sin buscarlo, cuaja un trasteo histórico. Toda su sapiencia, todo su oficio, todo su toreo preñado de sabor ortodoxo, se derrama en las Ventas del Espíritu Santo.

El aire amaina. Tal vez quiera ser partícipe del acontecimiento y decide dejar de molestar. Los muletazos surgen limpios, puros, cristalinos. Toreo fundamental y toreo de adornos sin artificio. Alharacas de estética barroca con naturalidad y pureza. La obra está hecha. Todo toca a su fin. Las Ventas han crujido desde sus cimientos. Tal vez sea la obra de arte más pura del maestro de Alicante en una plaza que lo idolatró, pero que también le exigió.

Tan bella obra necesitaba una buena rúbrica. La espada fue su talón de Aquiles, pero en esta jornada no podía fallar. Cita a recibir y cobra una estocada hasta los gavilanes. Beato es bravo, tan bravo que sin el viento y en los medios hubiera lucido aún más su bravura. Esa raza, su casta y su fiereza le hacen resistir a la muerte. Aún así, y pese al descabello, Esplá ha puesto punto y final a su etapa como torero de Madrid. El público ha vibrado, se ha entregado por última vez. Las dos orejas son paseadas en aire triunfal, previa vuelta al ruedo a los restos de un bravo animal.

La corrida termina. El público quiere dar su último homenaje al torero, que en loor de multitudes cruza el umbral de la puerta más grande del toreo. Las gentes quieren un recuerdo de tan importante día. Los alamares, los remates, los bordados, son literalmente arrancados de un terno de torear que horas antes era un canto a la torería y que ahora, maltrecho y totalmente descompuesto, descansa en una vieja silla, recordando una inolvidable fecha. Ahí permanece, añorando aquella tarde, en la Taifa de Jorba, refugio de un torero que enseñó a una generación lo más bello de la torería eterna, clásica y pura, adobada, eso sí, con tintes de otros tiempos.

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