El dolor tiene más memoria que la felicidad

60 años de la riada de chiclana

Quien vivió la Riada no la olvida, seis décadas después aún la viven como si fuera ayer: con miedo, pero los testimonios, sin embargo, la narran con humor

Una barca socorre a vecinos en El Pilar.
Juan Carlos Rodríguez
- Coordinador del C. I. del Vino y la Sal

19 de octubre 2025 - 07:19

El dolor tiene más memoria que la felicidad. Somos así: las personas y las ciudades. Yo no viví aquella Riada, no había nacido aún. Pero he escuchado múltiples testimonios, muchos de ellos para el guion del documental ‘Si llega a ser de noche…’, otros para la exposición ‘El río de la memoria’, algunos para editar el libro ‘Barro y Lágrimas’ (Círculo de Autores-Navarro Editorial), y siempre hay quien te sorprende –y en estos días sucede más todavía– con un nuevo relato de aquel mediodía de hace sesenta años. Y es cierto que queda el dolor. Y también el miedo, que nunca supura. Pero quizás lo que más sorprende es el humor.

El Pilar estaba todo bajo agua. Mirabas desde la parte de Pepín y aquello era una mar entera”

Ana Soriano Correo, por ejemplo, que vivió aquel día prácticamente en la azotea de Luis Barberá. “Estábamos asomadas por la tarde al cierro y la puerta de San Telmo se abrió de par en par y vimos salir a san Antonio bocabajo… Pensamos que era un cura: ‘Un cura, un cura…’, gritamos . Y ya luego le vimos la calvita y alguien dijo: ‘No, es un santo’. Vimos que era san Antonio. Y salió flotando y cogió la calle de La Plaza abajo. ‘A ver San Antonio dónde llega’. Ya después nos enteramos de que con todo el agua que había no hubo muertos, no hubo nadie herido, casa caída no hubo… entonces pensamos: ‘Eso, San Antonio que echó el agua bendita calle abajo’. Eso, sí, fango quitamos muchísimo”.

Fango quitó también Encarni Pedrero, con solo quince años, que fue a ayudar el día siguiente a sus tíos Agustín Ballesteros y Rosario La Mónica a la calle Huerta Chica, allí la fotografió Juan Martínez Nieto, el famoso Juman del Diario: “Siento lo que verdaderamente sentiría todo el mundo: tristeza y pena. No sé si eso se podía haber evitado o no, pero es un momento que pasó y hay que sobrevivir con él. Eso nunca se va a olvidar”. Encarni vio venir el agua en la calle de la Plaza, donde estaba entonces la Fábrica de Marín, y luego El Barato. Y ella pensaba en la mercería de Canito, su padre: “Lo perdió todo, en la calle de La Vega el agua llegó a los dos metros. Yo tengo encajes aún con el fango de la riá, que no los podía lavar porque no quedan bien. Tengo muchas cosas guardadas de aquel día”.

Es un momento que pasó y hay que sobrevivir con él. Eso nunca se va a olvidar”

Chari Sánchez Rodríguez , apenas una niña, guarda la foto en el tejado de la barriada de El Pilar. “Lo que recuerdo es que mi madre llegó al piso y quería coger la olla de coles que tenía hecha. Y entonces me cogieron por la cintura, me ataron una cuerda y para arriba. Volví la cara y era una ola grandísima la que desembocaba por la calle. Ya nos subieron al techo, aquello subía, subía, subía”. Los pisos de El Pilar no tenían azotea, y Chari me enseña la foto de Juan Barberá Baro. Primero la intentó rescatar un helicóptero de la Armada, por fin la evacuó la Guardia Civil en barca. “Los últimos que salieron somos nosotros –apunta con el dedo–, los últimos que nos montamos en la barca. La barca, por cierto, tenía un agujero, por donde entraba agua y la Guardia Civil sacaba agua, sacaba agua, y nos llevaron hasta la cuesta del Matadero”. Y me lo contaba Isabel Ruiz Gómez, también: “El Pilar fue horroroso. El Pilar estaba todo bajo agua. Mirabas desde arriba, desde la parte de Pepín, el que tenía la panadería, y aquello era una mar entera. Y los colchones para afuera, las sillas para afuera, y la ropa toda para afuera. Y decías: ‘Mira, aquello es mío’. Y no podíamos cogerlo. Todo tirado. Aquello fue una locura, una locura. Han pasado 50 años pero para mí es como si hubiese pasado ayer, y es que lo tengo en el pensamiento. Y era muy joven, tenía 19 años nada más, pero eso lo tengo clavado”.

Volví la cara y era una ola grandísima la que desembocaba por la calle”

Esa es otra cuestión: los muertos de la riada están muriendo ahora. Entiéndase. fue un milagro de san Antonio –del que nunca más se supo– que no hubiera víctimas. Con ellos muere la memoria: son los que la padecieron, los que aún la sueñan, los que aún siente el miedo, los que aún ven como los ojos se llenan de lágrimas sesenta años después. Es ley de vida. Y me acuerdo de ellos especialmente en estos días. Y a ellos van todos estos recuerdos. A Manolo Guerrero Fernández, el farmacéutico, el hijo de Juanete, que me contaba como veía salir las botas y desde la plaza de España bajaban por la calle de La Fuente en tromba: “Fue un trauma, porque no se olvida”, decía. A Manuel Sierra Núñez, que vivió aquel 19 de octubre de 1965 en la sucursal de Banesto, frente al quiosco de Manolo Leal, y narraba con gracia lo de aquel jibia –“el prototipo del que vive por y para el dinero”, le describía– que, a la mañana siguiente, a las ocho en punto, fue a preguntar por su dinero: “Qué dónde estaba su dinero”. A Paco Parro, que lo cogió de aprendiz en la sastrería de Miguel Ruiz. La memoria también muere.

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