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Tribuna

José Antonio Aparicio Florido

Investigador

La barriada de Echevarrieta

Bajo las casas, los jardines y las calles del actual barrio de Astilleros está enterrada la sombra de aquellos magníficos talleres y los rostros de los obreros fallecidos aquel 18 de agosto

Infografía basada en una foto aérea de los Astilleros de Echevarrieta, que arrasó la explosión de los polvorines donde hoy está el Instituto Hidrográfico.

Infografía basada en una foto aérea de los Astilleros de Echevarrieta, que arrasó la explosión de los polvorines donde hoy está el Instituto Hidrográfico. / Cedida

Antonio Goenechea, director de los astilleros de Echevarrieta, estaba en su casa cuando se produjo la fortísima explosión. Entre las voces de la calle no acertaba a entender lo que había pasado y aunque trató de que alguien le dijera algo, la dirección de la lumbre a lo lejos le dio a entender que la factoría estaba en llamas. Esa misma noche, no se sabe cómo, encontró un taxi y se dirigió hasta allí, encontrándose al acceder ya a pie a los tornos rápidos el cadáver del obrero Miguel Romero con el pecho atravesado por una gruesa vigueta de hierro, clavado de pie sobre el suelo. El motor de la central eléctrica seguía arrancado y funcionando solo; los hombres encargados de su servicio también estaban muertos. Tres focos de incendio afectaban a la central, a uno de los depósitos de combustible y al pañol de vagones; y un cuarto fuera de la instalación, al otro lado de la carretera de acceso: el depósito de torpedos.

A la mañana siguiente, el juez de instrucción Manuel de las Mulas se presentaba en este mismo lugar para realizar una primera inspección ocular de los hechos, acompañado del fiscal Francisco Vedolla, el coronel de Armamentos Joaquín Cantero y su compañero de acuartelamiento, teniente coronel Ulpiano Iraizós, ambos del polígono militar Costilla. Se iniciaba así una investigación contra el Estado y la Marina basándose en el criterio pericial de artilleros del Ejército de Tierra, lo que seguramente le causaría diversas discusiones con diversos estamentos y autoridades. Aquella situación tan comprometida le llevaría a sufrir no pocos momentos de fuerte tensión, que se agudizarían un mes después al serle requerida su inhibición en favor de los tribunales militares de Marina, lo que se desencadenó de forma inmediata después de solicitar ingenuamente las primeras tomas de declaraciones de los mandos militares de Defensas Submarinas.

En la mañana del 19 de agosto, ante la puerta del astillero, la comisión judicial iniciaba el recorrido entre unas naves siniestradas de las que solo quedaban sus esqueletos metálicos. El camino de entrada lindaba con el barrio de San Severiano, densamente poblado por gente humilde. Al final del muro divisorio, a la izquierda, otra calle perpendicular les condujo recto hasta la listería y las oficinas centrales, a la izquierda de la marcha, convertidas en un cúmulo de escombros y madera en abundancia. No quedó piedra sobre piedra. A la derecha, un gigantesco armazón de hierro desvencijado marcaba la ubicación del taller de maquinaria, con una deformación ostensible en el ángulo orientado hacia los polvorines.

Otra infografía sobre otra imagen aérea que muestra con más detalle cómo quedó la factoría de construcción naval a consecuencia del desastre. Otra infografía sobre otra imagen aérea que muestra con más detalle cómo quedó la factoría de construcción naval a consecuencia del desastre.

Otra infografía sobre otra imagen aérea que muestra con más detalle cómo quedó la factoría de construcción naval a consecuencia del desastre. / Cedida

Por detrás del taller de maquinaria asomaron de pronto los cuatro depósitos de gasoil que alimentaban a la central eléctrica, sin signos de explosión, aunque en uno de ellos parecía haberse quemado todo el combustible en forma de mechero tras el presumible impacto de algún elemento incandescente procedente de otro lugar. En paralelo al cantil de la dársena interior y pegado al agua estaba el taller de gálibos, igualmente destruido. Un poco más hacia adelante y a la derecha, en paralelo con el taller de maquinaria y casi dividiendo por la mitad todo el recinto industrial, el alargado taller de forja y herrería era otro esqueleto diáfano con trozos de madera colgando de los techos. Avanzando un poco más en dirección a la bahía, frente a la “machina” de cien toneladas, el taller de calderería con el material destrozado y los techos deformados y sin cubierta. La “machina”, inmutable; y el barco en el que estaba operando, el frutero Villafranca, abarloado a popa del Villanueva, con serias abolladuras en el casco.

En un nuevo giro de noventa grados a la derecha y a la espalda del taller de calderería vieron sobresalir al carguero Ancud sobre la grada 3, con daños similares a los dos anteriores de la naviera COFRUNA. Una amplísima nave que albergaba varios vagones de ferrocarril en construcción o reparación, con el forjado semihundido. A su lado, el taller de carpintería de ribera se había desplomado completamente.

De vuelta a la entrada, se toparon primero con las ruinas del taller de fundición junto a otras decenas de vagones de ferrocarril situadas al aire libre seriamente dañados y, a continuación, con el almacén de modelos y el reducido laboratorio de química de Echevarrieta, en el que a lo sumo se experimentaba con la acción corrosiva de algunos líquidos sobre los metales. Este último, al que algunos propusieron como el verdadero origen de la catástrofe, estaba casi intacto gracias a la protección que le brindó el muro de separación con San Severiano, al que estaba adosado.

En la actualidad, todo este espacio devastado por la catástrofe e incautado por el INI ante la imposibilidad material del empresario vasco de mantener económicamente su actividad, arruinado en su solitario esfuerzo de reconstrucción, hoy día es la nueva barriada de Astilleros. Bajo las casas, las zonas ajardinadas y las calles está enterrada la sombra de aquellos magníficos talleres y los rostros de los obreros fallecidos. Nada recuerda lo que en otro tiempo fue el principal pulmón industrial de la ciudad, la fuente de vida de muchas familias y la ilusión por emular unos astilleros como los de Bilbao. Ni siquiera hay rastro de los campos elíseos que imaginó Cayetano del Toro en los albores de la Exposición Marítima Internacional de 1887. Un barrio con una identidad nueva y sin pasado, como si fuera un testigo protegido al que había que ocultar.

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