La tribuna

Rafael Zornoza

La Navidad que Dios quiere

La Navidad que Dios quiere
La Navidad que Dios quiere

24 de diciembre 2023 - 00:45

Un montón de españoles –según las encuestas— creen que la Navidad ha perdido su esencia, que ha sido ahogada por el consumismo compulsivo y demasiados compromisos sociales, y viven estas fechas como un exceso que les causa estrés. Ya saben qué sucederá fatalmente, qué comeremos y regalaremos, y hasta las pelis de la cartelera, la consabida programación de siempre. Y es que saberlo todo –básicamente, lo previsto que va a pasar– nos bloquea para saber algo más, de modo que podemos quedar montando y desmontando belenes, sacándolos de sus viejas cajas del trastero, sin llegar a percibir el misterio, esa parte invisible de la realidad que es el Dios eterno, lo más importante y real. Lo paradójico es que a Él sí que le gustaría salir del envoltorio de nuestra rutina y aburrimiento, del desván de las discusiones de actualidad y los brindis acostumbrados, y sorprendernos respondiéndonos a esas preguntas cruciales, muchas de ellas ocultas, que tememos formular. El sí que conoce el dolor y las inquietudes que guardamos dentro, la frustración de muchos anhelos no saciados, los afectos no correspondidos y las quejas doloridas de una existencia insulsa.

Si celebrásemos el ritual de las Posadas o Novena de la Navidad, como en los países hispanos donde pasan de casa en casa en un simbólico camino a Belén antes de Nochebuena, recordaríamos que se ha de acoger al que va a nacer, que hay que abrir la puerta para que Él pueda entrar. Porque este es el drama de la Navidad: celebrar al que viene pero no dejarle pasar, no distinguir entre las luces y la luz, querer entender pero huir deslumbrados por la belleza potente pero discreta de la verdad. Con tanto evitar todo lo que tiene que ver con Dios en la sociedad, llegamos a cerrar la mismísima puerta del cielo. Eso sí, Jesús nos la abre si le dejamos entrar, y nos hace herederos no sólo de un futuro glorioso, sino de un tesoro impresionante para actuar en el presente con nobleza, con la fuerza que ensancha el corazón para servir, que da aliento para superarnos, compasión para perdonar, mirada al infinito para crecer, apertura para acoger a todos, y al necesitado al que más.

Dios ama la Navidad porque nos ve despojados. Le duelen los vacíos inconfesables de nuestras vidas, aparentemente divertidas, pero con almas aletargadas o heridas. La Navidad –nacimiento del Eterno hecho hombre– planta bien nuestros pies: uno en el hoy, el otro en el día en que Dios entró en la historia, convirtiéndose así, Él mismo, en el corazón de la historia. Nuestra vida y la suya han quedado unidas. Se hizo mortal para hacer de su muerte nuestra victoria, tanto que la resurrección de Jesús atraviesa el tiempo, y su sacrificio redentor nos sigue salvando hoy. Por Él sabemos el fin de nuestro camino, nuestro destino glorioso, y que la esperanza nos hace vivir a fondo la historia, comprometidos. Con Él cambia la experiencia de la amistad, de la familia, del amor, del dolor y de la muerte. Con Él se inaugura una relación de oración y comunión cierta con Dios, pero también de auténtica fraternidad, de trabajo y misión. A pesar de tanta ignorancia y olvido, muchos miles y millones, convencidos de su amor, dan la vida por Él y por un mundo mejor. La Navidad que Dios quiere no tiene más remedio que ser una delicia para el hombre, pues conserva lo bueno del pasado y elimina lo malo del presente, aunque nos llegue cada año con su intencionada paradoja: que el nacimiento de este singular Niño sin hogar se celebre en cada hogar… si se le deja entrar. Venga, pues, esa Navidad, la que al pasar nos deja la Eternidad.

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