La urgencia del Inferno

02 de noviembre 2025 - 03:05

Ayer comentábamos la falta que hacen en nuestra vida pública la memoria, el patriotismo, el honor, la familia, la veneración a los muertos y la pasión por la justicia. Creer además en el infierno aún sería mejor, pero si uno no cree, no cree, qué se le va a hacer. Una sociedad sensata no puede sacarse adelante si encima, además de no tener fe en la fe, no la tiene tampoco en ninguna otra trascendencia.

Hace una semana hablábamos de la Divina comedia. Un amigo preguntó por una buena edición para leerla y otro interlocutor ponderó la que recogía las anotaciones que hizo durante su lectura Napoleón Bonaparte. Yo pegué un respingo. No porque presuma de saber todo lo que hizo Bonaparte, sino porque me pareció imposible que a un hombre que ha leído la Comedia le dé por incendiar toda Europa y por coronarse emperador. Un lector de Dante tiene, a la fuerza, más temor de Dios y más respeto por el Imperio.

En efecto, el interlocutor bonapartista se había hecho un lío con las anotaciones de Napoleón a El Príncipe de Maquiavelo, otro florentino, aunque adónde va a parar. Una lectura atenta de Maquiavelo sí que puede producir delirios de grandeza. Pero Dante, no. Creer en el Infierno, en el Purgatorio y en el Paraíso te hace andar por esta vida con bastante tiento. A veces me he visto envuelto en algún malentendido con algún amigo o conocido y, si la cosa se embarrullaba, me he remitido al Juicio Final, donde se verán claras las intenciones y las acciones de cada cual. Con todo, si uno no cree, pero cree en el juicio de sus hijos y nietos, que están llamados a enorgullecerse de nuestros actos; o en el servicio a la patria; o en el juicio de la historia; o en la justicia, puede aún comportarse con la máxima rectitud.

Lo que no puede ser es no creer en nada, porque entonces sólo queda el nudo poder, tan obsceno. Imposible que monte unos funerales dignos y que gobierne con integridad. El nihilismo nos anula. Tenemos, por tanto, que defender de los políticos y de sus leyes de memoria a la historia. Y sostener el lenguaje frente a los intentos orwellianos de toqueteárnoslo. No dejar que la justicia se amolde a los decretos ni que nadie altere el sagrado vínculo de los vivos con sus difuntos. Son en sí cosas muy profundas, pero, además, la auténtica salvaguarda de una política alta.

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