El Tiempo Un inesperado cambio: del calor a temperaturas bajas y lluvias en pocos días

lxvI aniversario de la explosión de 1947

josé / antonio / aparicio

El espíritu de Las Terrazas

El chalet "Las Terrazas" fue una de las pocas construcciones de Bahía Blanca que no desapareció tras la Explosión de 1947. Situado en la calle Acacias, sus propietarios decidieron reconstruirlo prácticamente desde sus cimientos, recuperando parte del aspecto que debió tener antes del siniestro. Pero de sus magníficos jardines solo queda un minúsculo patio con arriates, una yuca y un níspero.

Lo atravieso entre las primeras sombras de la tarde y subo hasta uno de los pisos, atraído por una nueva historia de la catástrofe que me produce cierto escalofrío. Allí, donde alcanzan las altas ramas del níspero, Maribel, mi amable anfitriona, me invita a pasar; y delante de mí se abre un largo pasillo que conduce hacia el lugar que voy buscando.

A mitad de ese pasillo, a la derecha, en una habitación entreabierta que se ve al fondo, alguien allegada a la familia que no sabía lo que ocurrió en aquel hogar un fatídico 18 de agosto sintió no hace mucho una presencia extraña... "Allí tenéis algo, ¿lo sabéis?". Las hijas de Maribel se sorprendieron, pero sobre todo les asombró que alguien ajeno a la casa también percibiese "cosas" extrañas. Como por ejemplo cuando en otra ocasión un plato se movió solo casi tres palmos sobre la mesa de la cocina, o cuando una llave invisible cerró la puerta de aquel cuarto, para abrirse poco después tras escucharse unos extraños ruidos de golpes. Mientras tanto, el perro no dejaba de ladrar a un umbral aparentemente vacío. ¿Espíritus?

Nos vamos atrás en el tiempo hasta el 18 de agosto de 1947 y paramos el reloj a las diez menos cuarto de la noche. Dolores Amillátegui estaba sentada... ¡en esa misma terraza! Conversaba plácidamente con su hija Manuela y con su marido, Manuel Gandarias, probablemente sobre la fiesta que se estaba desarrollando abajo, en la vivienda de Francisco Echagüe, de donde llegaban con gran nitidez las voces y las risas de los comensales. Era el día de Santa Elena y celebraban como todos los años el santo de la mujer de este ingeniero, entre cuyos invitados estaban el Diputado del Congreso Félix Bragado, el teniente coronel Juan María de Muros y otras personalidades distinguidas de la sociedad gaditana. Junto a los Gandarias vivía también la familia del fiscal de tasas Rafael Isern y en la planta superior la de José Aguirregomezcorta. Ese día, y a esa hora, la finca estaba al completo.

Pero de pronto todos los cristales saltaron en mil pedazos. Los asistentes a la fiesta de Elena Urizar tenían cortes por todas partes; los vecinos de arriba, fracturas y golpes. La onda expansiva fue un martillazo que llegó acompañado de abundante metralla. Presos del pánico, los que pudieron fueron buscando la salida en medio de la oscuridad más absoluta, taponándose las heridas con las manos, apoyándose en la pared y tiñendo de rojo sin darse cuenta las paredes de la residencia. "Las Terrazas" amaneció al día siguiente completamente sumergido en sangre.

Dolores Amillátegui voló de espaldas y no se levantó: se había fracturado la nuca. Murió allí, en aquella terraza en la que aún pasan "cosas" raras, en un instante, sin darle tiempo a recorrer el tránsito que debe haber entre la vida y la muerte. Por eso su energía no sepa que ya no está aquí y continúe sentada en la terraza, conversando con su hija Manuela, como si nada de esto hubiera pasado.

Su esposo, Manuel Gandarias, sí fue dolorosamente consciente de su pérdida y montó en cólera. Había perdido a su amada compañera por culpa de una negligencia que llevaba para él una marca clarísima: la Marina, el depósito de armas de la Base de Defensas Submarinas y los responsables de aquel temerario hacinamiento de explosivos.

Gandarias no era uno más del rebaño franquista: era el fiscal jefe de la Audiencia Territorial de Sevilla y había demostrado sobradamente su lealtad al Régimen desde los tiempos del Frente Popular. Se sentía orgulloso de tener nueve hijos falangistas y mantenía buenos contactos con el Gobierno de Franco, especialmente a través de su íntimo amigo José Enrique Varela. Pero nada de esto le retrajo de catalogar la masacre como un "delito culposo" que arrebató las vidas de muchos seres inocentes que vivían confiados en las personas que debían haber velado por su protección y que en su lugar fueron asesinados impunemente, como así ocurrió. Ni siquiera dudó en contradecir al mismísimo José María Pemán al afirmar en su escrito de acusación que la catástrofe no fue tan imprevisible como para tildarla de "azar" inevitable o "fatalidad" de los destinos humanos. Había unos culpables evidentes y éstos no eran otros que los que consintieron y ordenaron la ubicación de un polvorín en el corazón de una ciudad palpitante de vida. Para estas personas, puesto del lado de las víctimas y no de los verdugos, Manuel Gandarias no dudó en solicitar el auto de procesamiento y prisión incondicional inmediata, con embargo de todos sus bienes, por esta fechoría "sin parangón como tal en la historia de la criminalidad española". Una acusación durísima y valiente que le debía a Dolores y a su hija.

Pero nada ha cambiado desde entonces: se quedó solo y sin apoyos. El poder era el poder, y sigue siendo el poder, aunque sea el poder de otros. La suya fue la única acusación de un particular personado en la causa civil iniciada por el juez instructor interino Mariano de las Mulas. La hizo extensiva a todos los ciudadanos, familiares de víctimas y damnificados, gratuitamente, pero no recibió ninguna respuesta. Sus únicos compañeros de viaje fueron el fiscal de la Audiencia y el Ayuntamiento de Cádiz, el trípode de la acción judicial contra el Estado, pero cometió un gran error: pensar que el Caudillo era la encarnación de la Justicia. Cuando la Justicia Militar solicitó la inhibición de la Justicia Civil para dirigir en exclusiva la investigación del caso, Gandarias creyó ver una luz al final del túnel. Pensó que las autoridades de Marina serían más rigurosas y no permitirían que quedase impune el delito perseguido por la jurisdicción ordinaria, que consideraba probado una responsabilidad criminal.

Gandarias estaba cegado por la ira... Si no fuera así se habría dado cuenta de que la inhibición fue una estrategia que se empezó a fraguar en el momento justo en que el juzgado de Cádiz solicitó a la Armada autorización para trasladarse al Hospital de Marina de San Carlos y tomar declaración a los heridos que habían sido testigos de la tragedia. Y sobre todo cuando este mismo juzgado solicitó la comparecencia del Jefe de la Base, Miguel Ángel García Agulló, quien en realidad era el primer eslabón de una larga cadena. El procurador que defendía los intereses municipales sí vislumbró la argucia e intentó abortar la inhibición con argumentos más que sólidos, que ni siquiera fueron estimados. Pero el almirante Estrada no lo iba a consentir. Un mes después de la tragedia, el 29 de septiembre de 1947, la inhibición se consumó y con ello el desprecio absoluto hacia las víctimas.

De Manuel Gandarias no se supo públicamente nada más. Tal como funcionaban y siguen funcionando las cosas en este país, en el aire debió flotar ¿o algo más que eso? la amenaza de su puesto como fiscal jefe de la Audiencia de Sevilla, por el que tanto había luchado y pataleado. Pocas veces volvería a Cádiz, donde fue enterrada su mujer y a quien dedicó casi en términos jurídicos una última carta de amor después de que se apagara definitivamente su luz. Pero lo que Manuel no podía imaginar es que Dolores le sigue esperando en «Las Terrazas», en un verano que dura ya sesenta y seis años, y que a estas alturas le debe parecer interminable...

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