Cuarto de muestras
Carmen Oteo
Resaca de la vida
Cambio de sentido
Iba a decirles que todas las guerras son civiles y no es así, no del todo. La guerra la provoca o declara el poder y la padece (ahora sí) la población civil, que nunca –no nos engañen– es un efecto colateral. Ya no hay quien trague eso de “Íbamos a por un líder terrorista y por eso hemos bombardeado escuelas, refugios, repartos de pan y hospitales”. Nadie con un gramo de consideración por él mismo y por los demás puede justificar la matanza sistemática de civiles. Y ni mucho menos autodenominarse “democrático”. Las guerras nos necesitan. Especialmente las que interpelan a todo nuestro odio acumulado, a toda nuestra falta de razón común. En esas estamos. En estos días –efeméride del atentado de Hamas– en que granizan misiles sionistas sobre Beirut (ataques preventivos, qué eufemismo) y las bolsas lo celebran con fabulosas subidas; en estos días de fuego e indolencia –nada nos turba, basta con volver la cara ante la imagen de un chiquillo mutilado–; en estos días en los que quienes juran creer en lo divino tratan así a los humanos releo –junto al grupo de lectura que tengo el placer de coordinar en la biblioteca de un barrio de mi ciudad– El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. En él, el autor relata la vida y muerte de su padre, que fue asesinado por defender la igualdad social y los derechos humanos. Abad cita a Antonio Machado: “Se ignora que el valor es virtud de los inermes, de los pacíficos –nunca de los matones–, y que a última hora las guerras las ganan siempre los hombres de paz, nunca los jaleadores de la guerra. Solo es valiente quien puede permitirse el lujo de la animalidad que se llama amor al prójimo, y es lo específicamente humano”. Se necesitan personas así de valientes, de vencedoras. Razón, aquí. Últimamente me pregunto dónde demonios están mirando demasiados intelectuales. Esos que hablan con palabras redondas de las gestas libertadoras de guerras del pasado, lo mismo que callan con silencio neto ante el presente y el futuro tan negro. Que omiten su función de pronunciar de forma certera y serena cada verdad incómoda. En algún momento nos preguntaremos a dónde mirábamos, qué decíamos y qué callábamos mientras personas como usted y como yo son masacradas, mientras –escribió Izet Sarajili en su tiempo– sus hermanas Nina y Raza eran asesinadas de necesidad. Él mismo las enterró. Y cerró su poema así: “Ahora debo buscar en cualquier parte/ una nueva hermana,/ porque yo no puedo/ vivir sin ser hermano”.
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