Laurel y rosas

Juan CArlos Rodríguez

1965, el año de la riada

EL agua. Recuerdo el agua. Agua de playa. Salada. Olas que entraban por la ventana, por la puerta, por las paredes. Agua de los esteros. Agua que era puro fango, lodo, limo. Huelo aún ese día. Huelo aún la riá cuando voy a la salina de Bartivás y las compuertas abren la memoria de aquella mañana. Las doce. Doce y cuarenta y dos minutos. Esa fue la hora, creo, la hora exacta en la que escuché el agua, esa ola primigenia, invasora, arrebatadora que se comió el hambre, las casas, la ciudad, y volvimos como en aquellos tiempos de los fenicios: a ser de nuevo mar, marisma, silencio. El silencio es lo siguiente que me viene a la memoria de aquel día, de aquel 19 de octubre de 1965. A ese ruido del agua invadiendo las casas como un hurón entra en las conejeras, sucedió un absoluto silencio de incredulidad, de estupefacción, de castigo divino. Porque ya no llovía. Hasta asomó el sol en aquel cielo. El cielo que había dejado de descargar agua, que había caído como chozos hasta, no sé, media hora antes. Algo inaudito, ni en el 62, cuando la otra riada, había llovido tanto. El río, que estaba en marea llena, como decimos aquí, no pudo soportar ese caudal que venía despechado, pendenciero, desde Medina. Y nos quitó el puente grande, el chico, la Alameda, el teatro, el aire, el hambre, las casas y el sueño. No dormimos, no sé, a mi me parece que en semanas, en meses, en años, quitándonos de encima el fango, los escombros, los muebles, las cocinas, los colchones, irreconocibles, destrozados. Cuando el agua desapareció con la bajamar dejó un vertedero. Y mucho dolor. Pero del dolor no nos dimos cuenta. No nos dio tiempo a llorar, a quejarnos. Enseguida nos pusimos a quitar el fango, a limpiar, a recoger, a fregar…

Este es un testimonio, un apunte, el inicio de un relato que me han contado otros muchos chiclaneros. Un relato que escribiré durante todo este año, que ustedes escribirán conmigo durante los próximos doce meses. ¿Dónde estaba usted aquel día en el que cambió la historia contemporánea de Chiclana? No lo hemos olvidado. Yo aún no había nacido pero el relato de aquella mañana es parte fundamental de mi historia como chiclanero. Lo he vivido escuchando testimonios y lo he padecido con esas fotos de Juman, de Barberá, releyendo la hemeroteca -impactante- de este Diario. Nadie, decía, lo ha olvidado. No se puede. Fue un día como hoy, en el que hace 49 años de aquel drama. Hoy iniciamos una cuenta atrás que acabará dentro de un año, en el que se conmemore esa cifra redonda de 50 años, medio siglo, que debería dar pie a libros, exposiciones, mesas redondas, documentales, encuentros, en el que reflexionemos sobre lo que perdimos, lo que cambiamos, lo que somos, lo que queremos ser. Y en el que los protagonistas deberían ser los vecinos de El Pilar, los de la barriada del Carmen, los de la calle Vega. Encarna Cano inmortalizada como rostro de aquella Chiclana que, aún días después de la riada, quitaba fango y dolor a "palás". Ramón Santos y su colección -extraordinaria- de grabaciones con la voz de aquellos chiclaneros. Y tantos anónimos que aún tienen mucho que contar. Y otros, que acudieron al auxilio, a la ayuda, como los pilotos, la tripulación, de aquellos helicópteros de la Armada que aterrizaban en el manchón de Santa Ana. Los Bomberos del parque de Cádiz. Los voluntarios de Cáritas. Y todos aquellos chiclaneros que desde Santa Ana, y desde el entonces Callejón de Jerez en la Banda, iban donde podían con pucheros, con botellas de vino, con leche, con palas, con cepillos, a ayudar donde hiciera falta.

Aquel día, aquel año, hubo que reconstruir una ciudad, pero también casas, sueños e ilusiones. Perdimos una Chiclana que aún añoramos -el Teatro García Gutiérrez, ese Puente Chico de Juan de la Vega, tantos edificios, tantos recuerdos, tantos sueños- pero, ahora, 49 años después, 50 en breve, deberíamos dar rienda a la efeméride no con nostalgia, sino con orgullo, que hubo una ciudad a la que sus habitantes, sus vecinos, hicieron renacer de las aguas, del fango, hasta lo que hoy somos. Por supuesto que debería dar lugar también a examinar con la debida crítica y desacuerdo -que lo hay- sobre las reconstrucciones o no, pero el homenaje debería ser los testimonios, las vivencias, la reconstrucción de aquel día, de los sucesivos, que, como en aquel pasodoble de "Los gondoleros de Venecia", tantas veces citado, tantas veces cantado.

Fueron noches sin luz, días largos, infinitos, donde no había respiro ni nadie se preguntó por qué sucedería mañana. La obsesión era el fango, el olor, quitarse a palazos el dolor, renacer, resucitar. Juntos. Sin traumas. Afortunadamente, podemos celebrar que nadie murió aquel día, "¡anda, que si fuera sido de noche!", como unos y otros dijeron aquel día, perplejos, pero aún sintiéndose afortunados en aquella ciudad en donde las aguas llegaron a alcanzar hasta los tres metros. Cuarenta y nueve, 50 años después, es hora de que nos sirva de lección. Recordemos juntos, lo conmemoremos, y también reflexionemos sobre aquella, sobre esta ciudad, aquel día en que cambió nuestra historia.

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