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La americanización de la sociedad nos ha traído, entre otras cosas, la fiesta de Halloween, el cine de superhéroes y las graduaciones escolares a todo color. Sin juzgar si es buena o mala para nuestra sociedad –después de todo, las civilizaciones van cambiando al relacionarse con otras, sustituyendo las identidades-, la colonización cultural que nos viene del país de las pistolas aporta, sobre todo, novedades relumbrantes, rentables, mercantilizables. Y por mucho grito en el cielo que pongan los defensores de la medievalización social, la americanización es mucho más poderosa y efectiva que la sustitución del chorizo ibérico por el cordero halal, que ahora mismo es una falacia.
En el caso de las graduaciones de estudiantes de cualquier edad, es algo bastante reciente. En mi época, en el Antropoceno terciario, se empezó a celebrar en COU; es decir, al terminar el instituto. Sin embargo, no recuerdo que se impusieran becas de colores pastel en un acto sobreactuado, impostado y con discursos planos, insulsos, de autoayuda barata. Nadie iba vestido como para la gala de los Goya. Quizás porque éramos vástagos del punk noventero. No sé. En cualquier caso, hoy hay graduaciones con aspecto de boda al término de Infantil, de sexto de Primaria, de la ESO, de Bachillerato, de los ciclos formativos, de la Universidad… ¿Por qué no al sacarse el DNI?
Si digo todo esto, es porque sí, me tocó acudir a una graduación el otro día. Y vaya pestiñazo solemne. El orgullo por tu hijo, hija, sobrina o nieta al terminar una etapa educativa va más allá de eventos de este tipo. Se puede demostrar de otra forma y no hace falta tanta pose. Pensadlo, quien se quiere ir de fiesta es quien termina de estudiar. Nuestra función es darle un abrazo fuerte, darle la enhorabuena y animar a seguir adelante en este camino empedrado, sin miedo a equivocarse, labrando su futuro como persona en un mundo que… oh, mierda; ya caí en el discurso impostado, plano, insulso de autoayuda barata. ¿Ves cómo me tienen inculturado?
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