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En un partido de tenis hay momentos en que la pelota golpea en lo alto de la red, y por una fracción de segundo, puede seguir hacia adelante, o caer hacia atrás. Con un poco de suerte, sigue hacia adelante, y ganas. O no lo hace, y pierdes.Match Point. Woody Allen.
Emilito y yo nos criamos en casas trasparedañas. Emilito y yo nos criamos al alimón. ¡Qué buena persona! Tan bueno que le costó su paso por el mundo. De Emilio Oliva se estará hablando en estos días, tras su fallecimiento, de aquellos descabellos tan inoportunos aquella malhadada tarde en Las Ventas.
Hago este escrito, y perdonen que hable en primera persona, porque soy testigo de excepción. Disfruté su infancia, adolescencia, juventud, y también, tras aquellos desafortunados descabellos, el último tercio. Lo fui viendo crecer y lo tenía calado. No rezaba para que no lo matase un día un toro. También estuve aquella tarde, entre bambalinas, en Las Ventas. Yo sí sé lo que pasó.
Aquella tarde, podía y sabía, mandando, haber matado a la primera, pero quiso su excesiva bondad -nadie se lo había pedido- que se echase sobre las hombreras la futura felicidad, no suya, sino de tantos a los que quería. Era mucho el cariño y fue demasiado el peso.
Tambien se dice en Match Point que la gente tiene miedo a admitir que gran parte de la vida depende de la suerte. Que asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control.
Justo al día siguiente de Madrid, toreaba en la feria de Córdoba. Yo viajé con él y en el trayecto le decía: “Pero chiquillo ¿No comprendes que te has ganado que la afición de Madrid te respete tanto? Algo habrás hecho ¿No? Además, maestro, eres un hombre al que se quiere desde lejos”. Él no se lo acababa de creer. En el coche no estaba triste, estaba enfurecido. En Córdoba mató los dos toros, ya sin presión y de coraje, con dos estoconazos tan en su sitio y tan fuertes que, porque el morlaco llevaba carrerilla, si no lo empala en la arena. Cuatro orejas.
Alguien, por lo de Madrid, corrió el rumor de que era malo con la espada y los demás se lo creyeron. Sí, sí, ¿Y entonces como se entiende lo de Córdoba sin solución de continuidad?
Pero lo de Las Ventas, a la larga, es verdad, que fue malo, malo, para eso que llaman ahora la retroalimentación y para aquello otro de la autoestima.
La casa de los Oliva era una casa de valientes y de buenas personas, muy buenas. El padre, en su sitio. La madre guapa. Todos los hermanos quisieron que su padre se sintiera orgulloso, quisieron ser toreros. El último, Abel, sobre ser torero, quiso ser boxeador. ¿Quién dijo miedo?
Rezaba para que él, su madre, su padre y sus hermanos muriesen el mismo día.
Y llegó una tarde, la hora de la verdad, y estaba solo. El maestro cuadra al toro. El toro arranca. El maestro echa la muleta adelante. El toro embiste al frente. El maestro se abalanza. El toro cierra los ojos. El maestro mira a la muerte. Y por una fracción de segundo, se desconcentra, piensa en los que quiere ¡No, Emilio! La suerte está echada.
No marró por miedo sino por amor.
Pero tuvo muchos días, muchas tardes de gloria, en España, en Francia, en América. Y los que transcurrieron con su mujer, Mónica, que tanto lo quiso y lo cuidó, y su faena cumbre: ¡Cayetana! Tan bonita que será un peligro que ande por ahí sin tener detrás a un padre con una espá.
Quería a Chiclana, y, ¡cómo para no quererlo! Los chiclaneros lo querían. Fuimos parte de su carga.
Hay un documental de Serrat y Sabina. Serrat entiende que no le debe nada a nadie, reposado, no duda que es querido, que se le quiere. Sabina, en cambio, agitado, sale al estrado, dudando, de si será merecedor de que su público haya pagado la entrada. Las cornás de la enfermedad hirieron al maestro. La última lo mató.
Valiente, a tantos a los que quería y se entregó, en el último momento les habrá dicho de su vida: “¡Va por ustedes!”.
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