arte Exposición en el Centro Integral de la Mujer de El Palillero

En torno a la alegría de pintar

  • Un grupo de pintores ubriqueños, representantes de diversas generaciones y tendencias, expone por primera vez de manera conjunta en la capital gaditana

Más de una vez he dicho, a quien me haya querido oír, que el secreto mejor guardado de la Sierra de Cádiz es su pintura. Y parece mentira que un hecho de esa magnitud -la existencia de una escuela pictórica activa, en pleno apogeo y en perpetua renovación- sea escasamente conocido fuera de los límites de esa comarca, y que en la propia capital de la provincia, que yo sepa, nunca se haya celebrado una muestra representativa de ese fermento pictórico, cuyo epicentro está en la industriosa villa de Ubrique -cuya potente tradición artesana no es en absoluto ajena a la cuestión que nos ocupa-.

La exposición que puede visitarse ahora en la Sala Fernando Quiñones, en la plaza del Palillero, no es que venga a saldar esta deuda, pero sí sirve para abrir boca. Es la primera vez que en nuestra ciudad exponen juntos un grupo de pintores ubriqueños representantes de diversas generaciones y tendencias, y que dan fe del amplio trayecto recorrido por esta escuela pictórica desde que recibió, a finales de los años cincuenta, el decisivo influjo del pintor Pedro de Matheu.

Matheu, hijo de diplomático y pariente de Falla, nació en El Salvador y se formó en París, donde elaboró su peculiar síntesis de diversas escuelas figurativas anteriores o contemporáneas a la vanguardia: impresionismo, puntillismo, fauvismo. Con este legado, desarrolló su obra en distintas localidades andaluzas, y muy especialmente en Ubrique, donde no sólo pintó algunos de sus mejores cuadros, sino que dejó su impronta en algún que otro pintor joven, como Antonio Rodríguez Agüera, que es hoy el más veterano de los reunidos en la muestra que motiva estas líneas; y también, por qué no decirlo, el que ha recorrido un trayecto más amplio y ambicioso, que va desde un paisajismo visionario, reinterpretado en términos expresionistas, a ensoñaciones que sobrepasan el límite de lo meramente figurativo y se abren a mundos soñados o imaginados, o a veces incluso a un inesperado sentido del humor.

La pintura de Agüera es una buena muestra de los arriesgados caminos que puede tomar la pintura sin cortar amarras con una tradición pictórica -la de la pintura figurativa occidental- de siglos. Más conservador, en este aspecto, es el puntilloso realismo al que se aplican José Antonio Martel -uno de los pintores más competentes, técnicamente hablando, del grupo-, el gran colorista José Luis Mancilla o el expresivo paisajista Juan Pedro Viruez. Pero también esta conformidad es engañosa. Los cuadros de Martel, por ejemplo, resueltos a simple vista según los cánones del paisajismo más tradicional, suelen enmascarar arduos problemas técnicos, con los que el pintor gusta de retarse a sí mismo y, de paso, poner a prueba la atención de los espectadores del uadro; hasta el punto de que no pocos de los suyos, presentados como estudios de retazos de paisajes, podrían entenderse mejor como avanzadas hacia una posible abstracción.

No inferior técnicamente a Martel, Mancilla aporta a sus cuadros una luz trascendida, en la que casi siempre vibra una característica tonalidad azul, que presta a sus composiciones una atmósfera de realidad vista con ojos que ven más que los del espectador ordinario. Tampoco Mancilla desdeña las cualidades meramente pictóricas de las texturas que trata, como lo demuestra la extraordinaria marina -un estudio de las formas y reflejos de la superficie del agua tras el paso de una ola- que puede verse en esta muestra gaditana. Lo que demuestra, una vez más, que el paisajismo no es necesariamente la mera traslación al lienzo de la realidad exterior, sino también una indagación exigente en las posibilidades de la materia pictórica. También en la estela de Matheu, Juan Pedro Viruez explora una tercera posibilidad de este tipo de pintura, distinta al virtuosismo de Martel o el colorismo trascendido de Mancilla: el uso de la pincelada enérgica y los colores vivos, en los que de nuevo la materia pictórica se emancipa del puro mimetismo para expresar una alegría de pintar que es definitoria de esta escuela.

Por contraste con estos pintores de lo exterior -aunque no únicamente: Mancilla y Martel son también avezados retratistas-, la autodidacta Celia Pais se aplica a la construcción de un mundo íntimo, privado, cerrado incluso, resuelto con una técnica detallista que a veces recuerda la de los pintores 'primitivos'. Por contraste, Carmen Izquierdo y Rafael Domínguez son pintores del espacio urbano: más tradicional -aunque siempre trascendido a espacio de la memoria íntima- el de la primera; más radicalmente 'moderno' -en tanto que la referencia es la gran ciudad deshumanizada, reproducida con técnica casi hiperrealista- el segundo; por más que esa 'gran ciudad' pueda ser una capital de provincia, o incluso un pueblo, vistos con los ojos de un pintor improntado por una modernidad 'urbana' que recuerda la que tanto se exaltó en la pintura figurativa española de los ochenta. Estos son los pintores reunidos en esta muestra. No es, ya digo, la gran exposición que Cádiz debe todavía a este importante fermento artístico radicado en una comarca de su provincia. Todo se andará. De momento, el aficionado a la pintura -y el 'entendido' desinformado, que los hay- tienen una ocasión única de paladear este primer bocado. De contagiarse, incluso, de esta alegría de pintar. Les abrirá el apetito.

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